Desequilibrio económico y político

Don Manuel R. Alvarado, salteño ilustre, fue varias veces Ministro de la Nación bajo las Presidencias de Agustín P. Justo y de Roberto M. Ortiz. En 1922 escribió un vibrante alegato en favor del ferrocarril a Chile y de una salida al Pacífico para el norte argentino. Sus reflexiones, de apreciable actualidad, alcanzaron también a los problemas que el centralismo provoca sobre el funcionamiento armónico de la república, y a los desequilibrios políticos que se derivan de los desequilibrios demógráficos. Es probable que estas ideas incomoden a los poderosos de turno, pero no por ello son menos valiosas para Salta y para la República.    Ministro Manuel R. AlvaradoLos datos, del último censo relativos al progreso general del país, exhibieron en cifras sugestivas el contraste que existe entre las provincias florecientes del sur de la República y las del norte, retardadas en el desarrollo económico nacional.

Grande, por cierto, la diferencia que esas cifras arrojaron en lo referente al incremento respectivo de su población. En veinte años ésta había aumentado en 2.559.409 habitantes en la Capital, Buenos Aires y Santa Fe, y apenas en 167.021 en Tucumán, Salta y Jujuy

Es que la población no afluye, no puede afluir allí donde el trabajo, a la par de ser duro y fatigoso por la suma de dificultades a vencer -pues no es lo mismo sembrar en campo abierto y regalado de continuo por el don inapreciable de las lluvias, que desmontar la selva, destruir la maraña, nivelar y ablandar la tierra y traer hasta ella, de larga distancia, el agua de regadío que la fecunda- al par de ser duro y fatigoso, decía, vive en la perpetua incertidumbre de la colocación remunerativa de sus frutos.

Al desequilibrio económico de que es un exponente tan grande desigualdad de población, siguió el desequilibrio político. La aplicación del censo a la representación parlamentaria disminuyó el valor político de algunas provincias mientras aumentó excesivamente el de otras, rompiendo la armonía federal preexistente.

Y he ahí una república constituida por catorce Estados en la que cuatro de ellos, por la mayoría de votos que tienen en la Cámara de Diputados y en el Colegio Electoral, podrían, si lo quisieran, adueñarse del gobierno de la nación e imprimirle el rumbo que mejor cuadrara a sus particulares intereses, sin consultar para nada las necesidades o conveniencias del resto del país.

“El germen federativo está disminuido y aletargado. Déjanse sentir perturbaciones entre las actividades que animan la vida federal, que obedecen al influjo de causas visibles. La federalización de Buenos Aires, con el engrandecimiento consiguiente de la Gran Capital y la desproporción de la población que se muestra con un máximo agrupamiento en la región más accesible que tributa el litoral fluvial, en la zona templada del territorio, pueden señalarse como tales. La deficiencia o el error en los medios elegidos para el desenvolvimiento institucional, la manera cómo se ha aplicado el poder de la nación y el poder de las provincias al ejercitar sus facultades propias y concurrentes, la reducción, cuando no el abandono del concepto de la autonomía, renunciando a la ley o al criterio local, en los casos en que correspondía consultarlos y respetarlos, y la falta de cooperación para que las provincias alcancen la plenitud del desarrollo económico a que están llamadas, señalan, por otra parte, en síntesis incompleta, motivos de detención o de alteración en el movimiento armónico del federalismo” (Ernesto E. Padilla, “Vida Federal Argentina”).

Es evidente que la causa principal del desequilibrio económico-político de que padece la República radica en el centralismo que nos rige como forma de gobierno de hecho, aceptada sin mayores protestas y consagrada por nuestras malas costumbres. La Capital centraliza casi todas nuestras actividades culturales, económicas, administrativas y políticas. Obra como una enorme bomba absorbente que, en tren de aspirarlo todo, esta a punto de dejar en seco, física y espiritualmente, el organismo nacional.

A diferencia de lo que sucede en los Estados Unidos, entre nosotros, se ha seguido una política centralista que habrá parecido tal vez a nuestros gobernantes más fácil y provechosa. ¿Para qué ocuparse de regiones lejanas y de difícil explotación si estaban a la mano los campos del litoral con su gran industria agropecuaria? Y con ese pensamiento simplista han utilizado todos los recursos nacionales para obtener de ellos el máximo de producción.

Para consumarlo, se ha hecho de nuestros ferrocarriles algo así como un gran embudo a cuyo vértice, Buenos Aires, convergen todas las riquezas del país con muy poca o ninguna retribución.

No velemos la verdad. El desequilibrio federal entraña un problema muy serio para nuestra nacionalidad; porque no puede haber sociedad política fuerte y bien constituida si ella no está asentada sobre sólidas bases de solidaridad económica. El patriotismo, la fraternidad, el común acervo histórico van, poco a poco, perdiendo su valor cuando las provincias pobres y abandonadas se detienen a considerar cómo las ventajas del pacto federal sólo benefician a las ricas y privilegiadas.

Hondo pesimismo acaso perturbe entonces su serena resignación y sople sobre las cenizas de pasadas rebeldías. El desaliento, hijo del malestar y de la pobreza, generados a su vez por la persistencia del abandono, puede traducirse en la protesta sorda que relajaría paulatinamente el vínculo federal.

Y si en un momento de extravío, concitado por el dolor, llegara a exteriorizarse como un anhelo, como un propósito, como un simple devaneo separatista; ¡ah!, entonces, ¡Dios no lo quiera!, declinaría de golpe la grandeza de la Nación, que estriba precisamente en el prestigio de su unidad, basamento de su fuerza, de su poder y de su valimiento internacional. ¡Cuidado! Es necesario que los ricos y prósperos hagan algo por la felicidad de los pobres y retardados.

“El problema más trascendental píe todos los que en este año ha tratado el Congreso, decía el diputado doctor Mario Guido en la sesión del 28 de septiembre de 1920, es el que plantea la ley complementaria del censo; pues afecta al país no solamente por motivos de orden económico sino también por razones de orden constitucional.

Se trata del problema del litoral con el interior en cuanto atañe a la población y sobre todo al equilibrio que debe existir entre ellos, que todavía no ha podido ser resuelto de una manera práctica. La ley del censo ha transformado nuestro sistema representativo en el orden numérico y no se ha borrado aún en el espíritu público la impresión de peligro que la ley supone en cuanto vuelca su peso sobre el litoral, en una forma que ha hecho decir que solo dos provincias y la Capital pueden decidir la presidencia de la República.

Pero si esos temores no pueden computarse por razón de patriotismo, en cambio tenemos el deber de computar las desnivelaciones de carácter económico y el de velar por un equilibrio que reclaman las provincias en aras de un federalismo bien entendido. El federalismo de nuestro país no puede concebirse sino manteniendo este equilibrio en la forma más perfecta posible entre el interior y el litoral".

"En la forma más perfecta posible”… No llegaríamos nunca a la solución requerida concretando la ayuda de la Nación a una que otra medida protectora o a la realización de unas cuantas obras públicas sencillas e inconexas Y de efectos económicos circunscriptos o limitados.

El problema de la desigualdad económica y política entre los Estados argentinos exige una contribución nacional más grande y amplia que la simple corrección de errores o deficiencias fiscales o administrativas y que los meros estímulos accidentales inherentes a las medidas de fomento circunstancial.

Reclama la plenitud de una acción verdaderamente reparadora que refuerce la capacidad económico-política de las provincias retardadas y disminuidas Basta colocarlas en condiciones de desenvolver eficazmente su función autonómica integral, "como factores necesarios del destino de nuestro país engrandecido".