
Pero esta identidad no es una cualidad perenne transmitida desde el fondo de los tiempos, sino de una construcción presente que recrea el pasado con vistas a un porvenir deseado. En este sentido la noción de identidad, recupera nuestros procesos materiales y simbólicos y nos marca como sujetos.
Por consiguiente la tradición y el folklore nos permiten de alguna manera y en cierta medida conformar nuestra subjetividad, nuestro modo de percibir el mundo, de experimentar, indagar y replantear nuestras relaciones humanas.
Ahora bien, ¿qué pasa cuando hablamos de una persona nacida en una villa miseria de un entorno suburbano de la ciudad de Salta, absolutamente carenciado, con nociones básicas de lecto-escritura y bombardeado culturalmente por la caja boba globalizante?.
Villas miserias que son un 30% del paisaje urbano salteño donde la identidad nacional se ha limitado a unas pocas cuadras que simbolizan un territorio de supervivencia, territorio que los niños pobres defienden de la feroz pandilla de la otra cuadra con su propia vida.
¿Es otra argentina de la que hablamos? ¿Es otra Salta? Entiende esta persona de las culturas ancestrales, del orgullo de los gauchos de Güemes, o quizás de las bellezas que nos brinda el folklore como sabiduría popular?
¿Será que esta persona sólo posee como cultura la supervivencia básica del astrolopitecus?
Claro está que el Estado que tenemos prioriza al turismo sobre la cultura, transfiere los espacios de la cultura hacia agentes privados capitalistas, turismo cinco estrellas, convirtiendo a la cultura en un área de explotación comercial, mientras que niega apoyo a los investigadores privados sin capital y a los agentes comunitarios de base, librando esas iniciativas a una autoproducción escuálida.
Mientras que la globalización favorece el incremento de las desigualdades sociales, el tradicionalismo impensante legitima como preexistente esta diferencia generada. Su apropiación del patrimonio cultural esteriliza la variedad de las experiencias humanas en un repertorio sesgado y congela la cultura en atributos inmutables calificados.
El esencialismo identitario simplista presenta a las desigualdades como meras diferencias y a estas las encastra en provecho de una unidad cristalizada. Construye subjetividades desmesuradamente reprimidas en su capacidad crítica limitando el flujo cultural y la resolución plural del futuro deseado.
Un diseño tal del espacio cultural afianza una hegemonía que va directamente en contra de la formación de ciudadanía, la democratización y el desarrollo cultural y económico, por lo que, como "política" debe ser cuestionada y absolutamente modificada.
De esto dependerá gran parte de nuestro futuro y un desafío para este bicentenario.
El autor es Coordinador del Plenario de Organizaciones para el Bicentenario en Salta