La historia de Salta desde la torre de su antiguo Cabildo

Ediciones Del Robledal acaba de publicar cuarta edición del libro “El Diablito del Cabildo”, texto de Ernesto M. Aráoz, escrito en 1946 en el que, bajo la forma de diálogo entre personajes imaginarios, recorre la historia de Salta. Esta nueva edición será presentada el próximo miércoles 12 a las ocho de la noche en la Sala Mecano de Casa de la Cultura, calle Caseros 460. Portada del libro El Diablito del CabildoLa presentación estará a cargo de la profesora Pilar Aráoz de Aráoz, de la Universidad Nacional de Tucumán y del poeta y ensayista Santiago Sylvester. Publicamos aquí, en carácter exclusivo, el prólogo a esa cuarta edición que, con el título Apunte Preliminar, escribió para la misma Gregorio A. Caro Figueroa. No incluimos aquí las notas a pie de página de este prólogo. Este es el texto.

En Salta, en los tiempos que corren, mientras más hablamos con jactancia de nuestra historia local, más nos alejamos de ella y se acelera la fabricación de imposturas y sucedáneos banales de la misma. Nuestra reiterativa invocación del pasado y de las tradiciones amenaza con ocultar una pérdida de memoria o su reemplazo por imágenes y tópicos acuñados para consumo efímero y turístico. “Tenemos más tradicionalismo que tradición”, podemos decir parafraseando a Sebastián Salazar Bondy. Tenemos tradición sesgada y simulada, antes que historia integral y crítica.

“En Salta hay cosas del pasado que no se conocen porque la prudencia burguesa las ha cubierto siempre con su divino manto”. Se teme que interpretación y crítica históricas ocasionen “daño moral”. “Pareciera que nuestro acendrado amor al pasado y nuestro afán de cuidar el prestigio de la tradición salteña nos lleva con frecuencia a la exageración de apartar del recuerdo todos aquellos episodios que creemos pueden enturbiar nuestras claras aguas”, advirtió Ernesto M. Aráoz (Salta, 1891-1971) en estas páginas, escritas hace 62 años.

Del mismo modo que, periódicamente, los hombres tienden a reescribir la historia, a veces sienten necesidad de recuperar anteriores escrituras volviendo a libros en los que esperan encontrar piezas que les permitan comprender su propia época. Creo que esta cuarta edición de El Diablito del Cabildo se justifica, y también se explica, por el renovado interés de despojar al pasado local de esas costras que lo parodian, caricaturizan y desvirtúan.

En Salta no es frecuente que un libro de autor local alcance una cuarta edición. El viento blanco (1922) de Juan Carlos Dávalos y En tierras de Magú Pelá (1932) de Federico Gauffin, son excepciones, a las que se añade ésta. Publicado por primera vez en Buenos Aires en 1946, reeditado allí en 1969), treinta y dos años después, El Diablito mereció una edición facsimilar de la primera, de la Biblioteca de Textos Universitarios (Salta, 1991) y ahora ésta que, con buen criterio y gusto, presenta Ediciones del Robledal. Hacerlo es un homenaje al autor, al lector y a la propia editorial, que cumple una década de compromiso con el libro.

Los sesenta y un años que separan la edición de 1946 de la actual, prueban la vigencia y el renovado interés por estas páginas en las que Aráoz, apelando al diálogo imaginario del periodista Esperideo Tintilay con el Diablito del Cabildo, recoge fragmentos de la historia de Salta, los narra y reflexiona sobre alguno de ellos. La memoria personal está poblada de recuerdos, y los recuerdos de imágenes, claras o borrosas. Esa memoria íntima se nutre de ellas. También alimenta la memoria social, con la que se entrelaza en proceso de construcción recíproca.

Del mismo modo que no se puede reducir el texto al contexto, tampoco se puede comprender aquél, despojado de la trayectoria de vida de su autor ni de las circunstancias en las cuales este texto fue sentido, pensado, escrito e, incluso, publicado por él. Que haya sido escrito a comienzos de 1945 y publicado en marzo de 1946, no son meros datos cronológicos. Tiene razón Ortega y Gasset cuando señala que, en historia, la cronología no es detalle menor: es, por el contrario, atributo constitutivo y sustantivo de ella. Una fecha puede ser “una abreviatura conceptual” la que, sin embargo, no agota la historia pero la ordena.

Cuando Ernesto Aráoz escribió su libro, la sociedad tradicional de Salta se comenzaba a difuminar. Estaban muriendo los últimos ancianos que, nacidos alrededor de 1860 y 1870, guardaban recuerdos del pasado de Salta de la segunda mitad del siglo XIX. Éstos, a su vez, habían escuchado relatos de sus padres, quienes conservaban otros de comienzos del siglo XIX, trasmitidos por sus mayores. La tradición se confirma aquí como transmisión de memorias entre generaciones y uno de los materiales de una visión histórica que se fue modelando como arquetipo capaz de reproducir y galvanizar esa estructura social.

Ernesto M. Aráoz escribió “El Diablito” a los 54 años. Había publicado ya cinco de sus siete libros. El suyo es un caso casi único: el de un político y, además, escritor. Aráoz, a quien Levene recordaba como un “alumno aventajado” en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, a poco de recibirse y regresar a Salta inició su carrera política: legislador provincial (1920-1925), ministro de Gobierno (1925-1928), diputado nacional durante dos períodos y gobernador de Salta. Otra excepción es Joaquín Castellanos, que lo había sido veinte años antes.

En 1941, al morir el gobernador Abraham Cornejo, Aráoz tenía 50 años, era vicegobernador de la Provincia y debió completar el mandato de aquél. Ejerció esas funciones desde el 1º de diciembre de 1941 hasta el 15 de junio de 1943, cuando el golpe de Estado del 4 de junio puso fin al ciclo de gobiernos conservadores en Salta. Exagerando, el movimiento emergente encontró similitudes entre esta caída y el final de la administración española en 1810 y de su último representante en Salta: Nicolás Severo de Isasmendi.

Otros vientos comenzaron a agitar la veleta de la torre (1797) del Cabildo de Salta que, al decir de Aráoz, era “el espiadero más prominente de la ciudad” y a la cual, en abril de 1945, el Diablito había retornado, después de treinta años de ausencia. Aquella estilizada y ambigua figura en hierro forjado y chapa, de un paje de perfil, fue imaginada como un Diablito. Pies en perfil y movimiento, brazos y hombros frontales, una flor - quizás tulipán - o una antorcha en la mano derecha, el Diablito aparenta tener dos caras.

Dejando volar la imaginación, o echando a rodar la arbitrariedad, se podría interpretar de diversos modos esa bifrontalidad: las dos carátulas; el rostro de Jano, o esas “dos caras” que delataban falsedad, ambigüedad y duplicidad, rasgo que Gabriel René Moreno adjudicó a la personalidad de los mestizos altoperuanos, cuya mentalidad le parece resultado “de un extremado provincialismo, causado por el encierro andino”. Un “dos caras” era aquel que “rara vez podía pronunciarse por uno u otro bando, sino más bien manejar todas las creencias, sin decidirse jamás por ninguna”, sintetiza Charles W. Arnade.

Paradójicamente, aquella doble restauración iniciada en 1942, por iniciativa de Carlos Serrey, y apoyada por Mario Buschiazzo, Ricardo Levene, Carlos Gregorio Romero Sosa y José Hernán Figueroa Aráoz, entre otros, coincidió con el final del régimen y del gobierno conservador que la habían propiciado, y con el inicio de una era que anunciaba propósitos de cambio, cuando no, revolucionarios.

Esos cambios políticos devolvieron a Aráoz a su casa de la calle Mitre 331 y, dentro de ella, a su estudio y biblioteca. Las obligaciones de gobernador fueron reemplazadas por la atención de sus asuntos, la reflexión sobre la situación del mundo y del país, y el repaso de viejos libros sobre la historia de Salta, comenzando por Concolorcorvo y Juana Manuela Gorriti. A finales de 1944 comenzó a hacer apuntes para una serie de notas periodísticas que pensaba escribir sobre el pasado local.

A comienzos de 1945, el regreso del Diablito a la veleta del Cabildo le sugirió presentar esas notas como una larga entrevista a este personaje de la ciudad, del que guardaban recuerdos sólo los mayores y los ancianos. El metal podía hacerse carne, abrir sus ojos, recordar y dialogar con ese don Esperideo Tintilay que durante los cinco primeros meses del año 1945 haría de reportero, sin grabador, del diario conservador “La Provincia”. Simultáneamente, en el “Diablito”, Aráoz abre una picada hacia la historia oral y aparece como un adelantado de la divulgación histórica las que, años después, adquirieron carta de ciudadanía.

Una primera impresión puede sugerir que El Diablito es una colección de anécdotas. Esto no sólo no es así sino que, de las diecinueve entrevistas, sólo cuatro tienen ese carácter (6, 14, 15,16); cuatro son históricas (2, 3, 4, 5); dos se refieren a la historia del edificio del Cabildo (1, 10), y nueve restantes abordan temas sociales y una reflexión final.

“Amante de la tradición de mi ciudad, el retorno del Diablito a su torre me sugirió la idea de reportearlo”, para repasar acontecimientos de Salta, que “el tiempo ha venido ovillando en su devanera con pausado afán de tejedora calchaquí”, dice Aráoz. Desde aquel privilegiado “espiadero”, durante más de un siglo, el Diablito observó a los hombres en el tiempo, sus afanes y sus ocios, sus alegrías y sus penas, sus pasiones y miserias, miró más allá de los tejados de sus casas.

El estar empinado sobre la torre de lo que fue, durante más de tres siglos sede del poder local, no hizo del Diablito un personaje distante y arrogante parapetado en el monólogo, sino alguien que mira la calle, escucha, relata, es interrogado y pregunta. El diálogo resplandece como negación de esas certezas y dogmas, cuyos restos aún humean en los campos de batalla de Europa. El Diablito pudo coincidir con Jean Lacroix: “Los que no son seres de diálogo son fanáticos”. Según Lacroix se aspira a la sabiduría “frotando y limando el cerebro propio con el de otro”. También la memoria social se hace en esa frotación.

Aráoz comenzó a redactar su libro a comienzos de 1945. Su alejamiento del gobierno no lo sustrajo de los rápidos acontecimientos en Europa y en la Argentina. En febrero Churchill, Roosevelt y Stalin se reunieron en Yalta; el 30 de abril Hitler y Eva Braun se suicidaron; el 7 de mayo Alemania capituló sin condiciones y, al día siguiente, se anunció el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuyo último dramático episodio se produjo el 10 de agosto cuando dos bombas atómicas cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki. El reportaje al Diablito concluye cuando “había sonado en ese instante la hora de la victoria de las naciones aliadas”.

Recién poco antes de este final, bajo presión y simbólicamente, el gobierno argentino declaró la guerra al Eje. Diez días después de la rendición alemana, el presidente de la Nación, general Edelmiro Farrell, levantó el Estado de Sitio impuesto el 4 de junio de 1943 por el gobierno militar, anunció la legalización de los partidos políticos y, luego, la convocatoria a elecciones generales para el 24 de febrero de 1946, en que triunfó Perón.

En ese clima se escribió y publicó El Diablito del Cabildo. Primero, en el diario “La Provincia” y, después, en libro. Durante esas entregas el gobierno impuso a “La Provincia” una clausura de veinte días en represalia a sus críticas “a los hombres del gobierno”. Aunque la censura no cayó sobre aquellas “amables disquisiciones tradicionalistas”, sí apuntó a privar a la opinión pública de Salta de un futuro periódico de oposición que, ese mismo año 46, dejó de publicarse después de cuarenta años de hacerlo.

La paz que asomó en el mundo no anunciaba la quietud sino el comienzo de una época “revulsiva y dinámica”. Han triunfado las democracias, pero asoman dictaduras demagógicas, advirtió Aráoz. Entre aquellas esperanzas y estas incertidumbres redactó El Diablito. Esos mismos días, Santiago Fleming, otro político conservador salteño expresaba idénticas preocupaciones en Encrucijada, libro que apareció en febrero de 1946. “No habrá paz duradera, mientras esta no se base en la justicia social” pero ésta no debe confundirse con la demagogia. Las dictaduras personales, de clase, de casta o de oligarquías financieras y el militarismo implican una involución, anotó Fleming.

Aún “soplan vientos de tempestad, el horizonte se oscurece y la penumbra que nos envuelve no nos deja distinguir entre el ocaso y el amanecer”, previene Fleming. Frente a esas amenazas, volver la mirada hacia el pasado no sólo podía servir para encontrar explicaciones al presente, sino también para tener “un lenitivo a las amarguras que siempre provoca la incertidumbre respecto al porvenir”, dice Aráoz. “En la contemplación de nuestro pasado se siente un placer reposado y sereno que compensa muchas amarguras y tribulaciones actuales”, añade el autor de El Diablito.

El pasado se presenta, pues, como un refugio y una búsqueda, no sólo como coartada nostálgica para huir de ese presente preocupante y de ese futuro incierto. Los recuerdos del Diablito aparecen, a la vez, como reconstrucción y balance de un pasado cuya crítica y rechazo comenzó en los años ’30, y que ahora comienzan a pasar de la palabra al acto. Esa elite, de finales del siglo XIX y principios del XX, aún disponía de tiempo para dejar constancia del activo y el pasivo del ciclo en el que actuó y para llamar la atención, tardíamente, sobre el alto costo que pagaríamos por el desprecio a las instituciones republicanas.

Haber elegido al Diablito para hacer ese recuento es, además de un acierto, un recurso que permite eludir riesgos. El Diablito, dice Aráoz, es un personaje “imparcial y serio”. Lo es porque no se mezcló en política, chismes ni en rencillas domésticas, y por estar libre prejuicios y responsabilidades. Tampoco se involucró en querellas de historiadores: “Yo no soy revisionista ni quiero serlo”, aclara el Diablito. “Tampoco soy historiador”. Aunque Ricardo Levene dice que su opinión no severa sobre Juan Manuel de Rosas “inspira apreciaciones discutibles”. Aráoz considera que “la complejidad de la trama histórica obliga a no juzgar con ligereza”, a no extrapolar valores de una época a otra y tampoco a incurrir en anacronismos.

Casi medio siglo después de iniciado el siglo XX, “El Diablito” cierra nuestro siglo XIX, sintetiza visiones y estereotipos sobre el pasado de Salta, las hace accesibles al lector de periódicos e inaugura un tipo de divulgación histórica que continuará, a comienzos de la década de los ’50 y en clave popular, César Perdiguero, quien recoge algunas de sus crónicas en Cosas de la Salta de antes (1954)

Pero entonces el narrador ya no es el estático y metálico paje la torre del Cabildo, sino un hombre de carne y hueso, un cochero de plaza que transita la ciudad: no sólo sus calles principales, también suburbios olvidados, descripciones de viajeros y de cronistas locales. Perdiguero no recusa aquella tradición: integra esa desdibujada y subestimada periferia social y espacial dentro del fresco tradicional heredado.

Nuestro crónico desdén hacia los archivos oficiales y privados contrastó con el cultivo y transmisión oral de recuerdos personales, material más dócil y maleable que los documentos escritos, y de más directo y ameno acceso que sus tediosos papeles. La relativa pobreza de fuentes escritas parecía compensarse con, la también relativa, abundancia de testimonios orales, aunque su casi totalidad proviniera de grupos sociales instruidos y principales. Palabra hablada y palabra escrita, tienen impreso el sello de humanas limitaciones.

Aunque dispersas en periódicos de finales del siglo XIX, la veta de las tradiciones de Salta comenzó a aflorar en libros a partir de 1923 con la primera de la serie de Tradiciones históricas de Bernardo Frías (1923-1989). Título, estilo y ambiente, evocan la obra de los peruanos Ricardo Palma y sus Tradiciones peruanas (1872 y1906), y José Gálvez en Una Lima que se va (1922) A las Tradiciones de Frías se añaden Virutas históricas de Francisco Centeno (1929) y Reminiscencias salteñas (1938) de José Palermo Riviello.

De forma compendiada, en tono coloquial, con observaciones sociológicas, advertidas por Ricardo Levene y aplicadas como rápidas pinceladas, este libro de Aráoz se sitúa dentro de una línea magistralmente dibujada a partir del clásico Fustel de Coulanges de La ciudad antigua (1864), inspiradora de La ciudad indiana (1900) del argentino Juan Agustín García y que, con otro estilo en el Alto Perú, retomó Gustavo Adolfo Otero en Vida social en el coloniaje (1942), entre otros.

El conservadurismo de Aráoz se nutre tanto del liberalismo como de las ideas social cristianas de su época. A lo largo del texto su autor reivindica los valores y las costumbres comunitarias las que, por vía de la evolución gradual y las adaptaciones no traumáticas, busca armonizar con los de las sociedades modernas. El contenido histórico de El Diablito no excluye opiniones favorables a la libertad, la Constitución y al sistema representativo, republicano y federal por ella consagrado.

Concluida la guerra, se hacía necesario establecer la paz, la libertad, la democracia, la concordia social y la libertad. Pero “la democracia no es la demagogia”: es el gobierno de la opinión pública. Tampoco es perfecta: es perfectible. Los gobiernos deben sujetarse a la Constitución y a las leyes.

El Diablito dice que no opina sobre los sucesos el año ‘45 porque teme ir preso a Devoto o marcharse exiliado a Montevideo, “así que no le voy a dar el gusto de hablar mal del gobierno”. Lo que ocurre en la Argentina es una secuela de lo que ha ocurrido en el mundo, añade. Nuestro país “también ha dado su salto al vacío”. “Si nos salvamos de una dictadura, bueno será cuidar que nuestra democracia no se transforme en una demagogia”, advierte.

La ciudad de Salta creció en población, se diversificó humanamente y se extendió en el espacio. Entre 1915, cuando el Diablito fue embarcado a Buenos Aires donado al Museo de Luján, y 1945 cuando regresó, el crecimiento demográfico fue notable y el radio urbano de la ciudad “se duplicó”. En esa nueva sociedad, no “todos eran parientes”. Lo que, hasta entonces, se entendía por “la sociedad”, comenzó a dejar de estar limitada a una red de parentelas. “La gente es casi toda nueva para mí”, dice el Diablito, que también advierte cambios en el modo de vida, costumbres, modo de actuar y de presentarse. El ritmo, los ruidos, la luz y el aspecto de la ciudad no son los mismos de antes.

Se han derribado muchas casas antiguas. En nombre de lo nuevo se barrió con lo sobrio para imponer lo feo. “Hay mucho colonial cocoliche”. Los edificios altos impiden al Diablito ver más lejos. Los motores del avión de “Panagra”, que une Salta con Buenos Aires en seis horas, alteran de tanto en tanto ese “ambiente sosegado”, de costumbres sencillas”, pero no es la apacible aldea de finales del siglo XIX y comienzos del XX.

Los cambios circulan por las calles en la forma de coches y ómnibus que hacen sonar sus bocinas para apartar las mulas que aún llegan a la ciudad, cargadas de leña. Aunque en esos años ’40 la guerra ha impuesto el racionamiento de nafta y la escasez de cubiertas. Ahora, no todas las personas se conocen. Nuevos apellidos aparecen en las guías de teléfono, las listas de egresados de colegios, las placas de profesionales. Se abren confiterías, bares y cines. La radio y el fútbol son los nuevos ídolos. El relativismo se traslada a lo moral: no hay verdades únicas. A la rigidez de las costumbres sigue una flexibilidad que a veces, dice, raya en la mala educación y en la pérdida de respeto. “Nuestra mentalidad es hoy otra”. Si el tradicionalismo no quiere morir anquilosado “debe superar prejuicios y vanidades absurdas”.

En Ciudades en marcha Arnold J. Toynbee comenzó recordando detalles de un aguafuerte de 1829, que colgaba sobre la escalera de la casa de su niñez. Aquel cuadro mostraba el corazón del paisaje urbano de Londres, cuando esta ciudad se había puesto “en marcha”. “Me resultaba difícil creer que ese lugar hubiera sido un verde valle en una fecha que esta señora, aún viva, y en cuya sala se la oía hablar, ya era una mujer y madre de la edad de la mía”. Aquella imagen disparó su memoria y le trajo la de otros.

Aquel cuadro rescataba imágenes de un tiempo perdido, de un Londres “aún arcaico”: campos, caballos y animales deambulando por calles de tierra, baldíos, modestas casas, “un horno vomitando ladrillos”, poca iluminación. Aráoz evoca las de nuestro “tiempo fugado”: carros, vendedores ambulantes, pocos coches, arroyos, lagunas, pantanos, carros, leña, kerosén, barras de hielo, algarrobo como alimento del ganado y utilizado en construcciones.

En mi niñez, los amenos relatos de mi tía abuela Isabel Figueroa sobre la Salta de antaño y, más tarde, las páginas de El Diablito del Cabildo ocuparon el lugar de aquella estampa. Cuando hace más de cuarenta años leí por primera vez El Diablito, lo hice con lentes opacos de la ideología, y opiné sobre él con juvenil ligereza.

Si, como dice Paul Ricoeur, la memoria garantiza la continuidad temporal de la persona, da conciencia del tiempo histórico y cohesiona la vida, también otorga el sentimiento de pertenecer a un grupo o a otro, y de querer vivir en común.

La memoria es singular, los recuerdos plurales. El desafío es incorporar esa memoria singular a los recuerdos plurales. La pretensión de imponer una memoria colectiva a costa de las memorias singulares, más que un sueño, es una pesadilla. El espíritu que recorre el libro de Aráoz es el de esa búsqueda difícil de la aceptación de otras memorias, empresa que, ni más ni menos, consiste en la aceptación del otro.

(*) Ensayista y periodista. Colaborador de la revista Todo es Historia. Reside en Salta.