Inusitada noche mestiza en el Teatro Provincial de Salta

La Secretaría de Cultura de la Provincia de Salta se ha embarcado en un rumbo que bien podría tener consecuencias imprevisibles, hasta llegar a alterar nuestros “funamenals” culturales.
ImageAntes, hasta diciembre del año pasado, reinaba la claridad: La política cultural del Régimen anterior estaba nítidamente segmentada en función de los estamentos sociales que conforman nuestra comunidad provinciana, y su línea maestra apostaba a dar a cada uno lo suyo.

Para las élites locales, conciertos de música sinfónica, exposiciones de buena pintura y regular escultura, muestras de arte precolombino. Para el vulgo, comparsas, murgas y bailantas a toda hora. Para las clases medias, abundante Chaqueño Palavecino y el empalagante estilo de “Los Nocheros” con su ficción de erotismo de avanzada. Para todos, las Momias y los atinados concursos de empanadas, sana costumbre heredada de la etapa anterior cuando la cultura era asunto encomendado al Ingeniero Poeta.

Aquella experiencia representó, sin embargo, un evidente progreso frente a su inmediato antecedente ideológico: El Ateneo Cultural de El Tribuno, que expresaba tan bien la percepción que de la cultura tenía el Genearca, aquel tremendo intuitivo.

Felices tiempos aquellos en los que nuestras niñas más dotadas para la danza eran formadas por doña Miriam Pedrazoli y por doña Susana Marchisio, entre otras cumbres salteñas del baile.

Bien es verdad, que los tiempos condenaban a las alumnas a participar en exhibiciones cerradas, casi familiares, y a carreras cortas, de recorrido amateur. Les quedaba, eso sí, aquel andar majestuoso, herencia del adecuado dominio del cuerpo que propicia el baile bien practicado, pero era en definitiva una experiencia frustrante, destinada a quedar en el rincón de los buenos recuerdos juveniles.

La idea de abrir los museos a miles de visitantes (muchos de los cuales nunca habían tenido este tipo de contacto directo con el arte), venidos de los barrios más alejados gracias a la colaboración de la empresa SAETA, fue un toque de atención que debió de preocupar a aquellos que sostienen y promueven una visión clasista de la cultura.

Me refiero tanto a quienes anteponen los libros a las alpargatas, como a los que defienden una prelación inversa.

Ambas tendencias optaron por guardar un expectante silencio frente a aquella jornada museística masiva y masificante.

Pero anoche, en el Teatro Provincial de Salta –ex Victoria- (una de las mejores herencias del Régimen anterior), la Autoridad se atrevió a persistir en su audaz idea y abrió el teatro a los primeros que fueran llegando hasta colmar la platea, el pulman, el súper-pulman y el palco oficial.

La iniciativa tomó por sorpresa a algún que otro habitué del Teatro. Los mas, enterados, sospecharon que la turba quebraría el encanto de los cuerpos danzando al son de la exquisita música, y decidieron permanecer en sus casas al abrigo del calor del gas y de las tradicionales chimeneas de leña.

El Teatro, lleno desde muy temprano, presentaba anoche un aspecto diferente.

En pleno Palco Oficial, el penetrante olor a transpiradas zapatillas de goma se entremezclaba, sobrepujando, con el aroma Carolina Herrera que exhalaba una despistada porteña. Téngase presente que muchos de los jóvenes asistentes venían de disputar su tradicional partido de futbol barrial de los sábados.

El negro retinto de las cabelleras juveniles, duras y abrillantadas, eclipsaba el rubio de un par de señoras encumbradas.

Los pantalones vaqueros, las coloridas camisetas con motivos norteamericanos, las abrigadas camperas de telas sintéticas y las femeninas galas blancas y negras que hacen furor los sábados por la noche en todo el espacio que se abre 10 cuadras mas allá de la Plaza 9 de Julio, reinaban sin disputa y marcaban el ambiente.

Contra todo pronóstico, los jóvenes venidos de los barrios y villas se comportaron como suelen hacerlo los asistentes a la platea del Teatro Colón en sus noches de gala. Guardaron silencio y compostura. Aparecían concentrados, absortos. Aplaudían con entusiasmo y pertinencia. Apagaron sus celulares y se abstuvieron de tomar fotos, de comer pochoclos o de explosionar chicles.

Uno solo de ellos se atrevió a deslizar algún comentario procaz sobre el protector inguinal que usaban los bailarines y sobre la recatada ropa interior de las bailarinas, sin encontrar eco en el resto.

En el largo intervalo, dos jóvenes entradas en kilos se prometían comenzar un régimen para adelgazar y asemejarse a las actrices que iluminaban el escenario; los changos de Villa Los Sauces imaginaban los cambios de pasos y estilo que propondrían para la exitosa comparsa del barrio; otros se manifestaban dispuestos a simultanear sus prácticas futbolistas con clases de ballet.

Si el espectáculo en platea y gradas era sorprendente, el del escenario resultó brillante, bello hasta rozar lo perfecto.

Dos momentos conmovieron a este cronista (hombre ignorante, si los hay, en todo lo que se refiere al arte del ballet), también mestizo y afrancesado arrepentido: el Pas de Trois en el primer acto de “Paquita” (música de L. MINKUS, coreografía de M. PETIPA), y la tarantela del ballet “Nápoli” (HELSTED – PAULLI BOURNNVILLE).

A mi lado, la señora del Carolina Herrera, porteña de nacimiento, comentó: “¡Que bella homogeneidad la de este cuerpo de baile¡” y, algo sorprendida por la circunspecta reacción de un sector del público, fiel a la sobriedad vallista, añadió: “¡Si esto se pone en el Colón, el teatro se viene abajo con los aplausos¡¡”