La directora de un museo de Salta se ocupa de regalar calzado a niños pobres

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Hay determinadas situaciones en la vida pública e institucional de la Provincia de Salta que son extremadamente anómalas, extravagantes de por sí, pero que de tanto repetirse sin que nadie reaccione, los ciudadanos ya no se dan cuenta del peligro que representan.

La pobreza es un fenómeno social tan extendido, que cualquier institución pública, con independencia de la finalidad específica que las leyes le han señalado y las expectativas que los ciudadanos tienen depositadas en ellas, puede dedicarse a hacer beneficencia con los más necesitados, aprovechando los enormes huecos que en la materia deja el gobierno provincial.

La característica universal de esta intervención irregular es que se realiza sin una ley que la ampare, sin una norma jurídica aprobada por la soberanía popular que diga quién y en qué condiciones debe recibir las ayudas.

Los ciudadanos esperan, por ejemplo, de la Policía de Salta que respete las libertades públicas y que combata eficazmente el delito. Pero en una provincia en la que a cualquiera le está permitido hacer demagogia, la Policía -que no cumple bien con sus funciones específicas- se dedica a atender a los niños necesitados, lo mismo que si fuese un ministerio dedicado a la atención de las necesidades de la niñez vulnerable.

En Salta, determinadas orientaciones positivas de pensamiento, como la llamada «responsabilidad social corporativa», que por definición son autorregulatorias (es decir, no provienen de una regulación o una compulsión externa) son organizadas por el gobierno hasta en el detalle más ínfimo, pero no con herramientas modernas de intervención social sino con la vieja tecnología clientelar (y casi extorsiva) que se hizo famosa en la época de oro de la Fundación Eva Perón.

Pero ni la Policía, ni las escuelas, ni los hospitales son empresas. La responsabilidad social del gobierno, que existe por la propia naturaleza del Estado, se ejerce regularmente a través de ministerios o agencias especializadas (por ejemplo, las cooperadoras asistenciales de las municipalidades), porque para que estas instituciones funcionen los ciudadanos pagan los impuestos correspondientes. La demagogia sirve para calmar conciencias pero hace un daño enorme e irreparable a las instituciones.

Cuando son los ciudadanos los que voluntariamente efectúan donaciones para sus semejantes más pobres, las mismas deben ser entregadas a sus destinatarios por personas privadas (empresas, fundaciones, clubes, asociaciones y personas físicas) o, en su caso, por las agencias especializadas del gobierno, que son las que saben exactamente a dónde hacer llegar el material donado.

Por eso es preocupante para los salteños que la directora de un museo municipal se haga filmar entregando calzado a niños pobres. La entrega puede ser un gesto solidario que ayude a la funcionaria a dormir mejor, pero la publicidad es una actitud que nos avergüenza como ciudadanos y contribuyentes.

Porque la misión del museo no es la de atender las necesidades materiales de las personas de escasos recursos sino dedicar sus esfuerzos a la cultura de ciudadanos de todas las clases sociales, sin hacer distinciones. Da igual que los regalos de zapatillas provengan de los presupuestos públicos o de donaciones privadas. Ni el museo como institución ni sus funcionarios pueden hacer un trabajo que, en el ámbito municipal, debe hacer la Cooperadora Asistencial, con profesionales que han estudiado para atender a las personas necesitadas.

Esta superposición de roles no solo revela una organización institucional muy deficiente y un descontrol de las políticas que combaten la pobreza, sino que también deja al descubierto la tentación demagógica de algunos funcionarios. Si sus acciones fuesen desinteresadas y estuviesen guiadas por propósitos nobles y solidarios, el regalo de zapatillas sería sumamente discreto, sin cámaras, sin Facebook y sin Twitter.