
Ninguna sociedad -salvo las menos evolucionadas- consideran que las mujeres no son libres a la hora de aceptar (o no) el comportamiento atento, cortés, urbano y obsequioso de un hombre. Cuando una mujer percibe que detrás de un gesto cortés se ocultan otras intenciones, es libre, por supuesto, de no aceptar el obsequio.
El debate que se ha entablado en Salta sobre la conveniencia o no de regular mediante una ordenanza municipal el precio de las entradas a los locales de diversión nocturna ha resucitado ciertas posturas, ancladas en nuestro pasado más oscuro, que tienden a ver en la rebaja del precio de las entradas a las mujeres un «gesto de galantería de los hombres» y un elemento estructural -y, por tanto, inmodificable- de lo que se ha dado en llamar la «idiosincrasia salteña».
Recordemos que, no hace mucho, un alto responsable político de nuestra Provincia dijo que la violencia sobre las mujeres pertenecía a nuestro más inveterado «acervo cultural».
Las costumbres -incluso las más arraigadas- no son buenas por el solo hecho de ser costumbres ni está escrito que deban durar para siempre, como no duró, afortunadamente, aquel bárbaro ritual de despeñar vírgenes desde un precipicio, solo para aplacar la ira de los dioses.
Vaya por delante, que el «gesto de galantería de los hombres» se produciría si los hombres que acuden a los mismos lugares de diversión se hicieran cargo de pagar las entradas de las mujeres, pero nunca cuando es el empresario el que practica un «descuento» en el precio de las entradas que deben pagar las mujeres.
En este último caso, no se puede hablar ni de «galantería social» ni de «galantería empresaria» -menos aún de «galantería masculina» (porque el empresario puede perfectamente ser una mujer) sino de un vulgar cálculo económico.
El empresario especula -y no sin razón- con que la mayor afluencia de mujeres en sus locales provocará una mayor afluencia de hombres y, por ende, un mayor consumo de bienes y servicios en el interior de sus locales.
Esto no solo significa que tal galantería consuetudinaria no existe sino que la mujer es utilizada, en éste como en muchos casos análogos, como un simple cebo o señuelo; es decir, como un artificio (un «device») que sirve para atraer, persuadir o inducir, con alguna falacia.
Suponiendo que la galantería masculina aún existiera (hombres que pagan las entradas de sus acompañantes femeninas) habría que pensar si no es tanto el igualitarismo como el desempleo juvenil (y más todavía el femenino) el que todavía hace soportable estas conductas. La galantería, cuando es sincera y desinteresada es bienvenida, (y aun así la mujer es libre de aceptarla o rechazarla), pero cuando el gesto de desembolsar el precio de una entrada enmascara la expectativa de otras prestaciones por el mismo precio, el asunto deja de ser tan amable y amistoso como se supone.
Bien es verdad que, en el contexto de una economía libre, a un empresario no se le puede obligar a establecer unos precios con los que no está de acuerdo, pero una norma jurídica bien diseñada y mejor aplicada (con controles y garantías) puede contribuir a desalentar, entre los empresarios, aquellas prácticas que contribuyen a instaurar determinados estereotipos sexistas y a erradicar las técnicas de marketing (como los concursos de camisetas mojadas o las llamadas 'minifaldas gratis') que pueden reportar cuantiosos beneficios económicos pero que degradan la condición femenina hasta los niveles más bajos y convierten a las mujeres en un instrumento, no ya del machismo, sino de la especulación y de la avaricia de unos señores que no buscan honrar ninguna costumbre sino solo hacer dinero y más dinero.