
Se ha vuelto una costumbre que, cada vez que un ministro del gobierno provincial, o el propio Gobernador, es objeto de críticas destempladas por parte de los ciudadanos, y ello ocurre en espacios públicos no virtuales, el diario El Tribuno conceda automáticamente al agraviado un amplio espacio para responder a las críticas.
Lo llamativo es que esto sucede no solo cuando el diario en cuestión se encuentra «alineado» con el gobierno, sino también cuando ocurre lo contrario.
Esta vez le ha tocado el turno a quien seguramente vive sus peores horas desde que fue designada ministra. La señora Cintia Pamela Calletti está experimentando en carne propia lo que algunos audaces llamaban a finales de la década de los setenta el «rigor salteño».
Pero a diferencia de otros ministros que, aprovechando la alfombra roja generosamente extendida por El Tribuno, se han defendido con cierta elegancia dialéctica, la señora Calletti, que parece elegante pero que no lo es, se ha ido por los cerros de Úbeda, y ha pretendido hacer creer a los lectores y a los ciudadanos que los insultos y descalificaciones que recibió el pasado miércoles en la marcha de las mujeres se deben a su condición de mujer, pero no a su condición de ministra.
¡Bienvenida a la política, señora ministra! Esto es Salta.
La razón por la cual un cierto sector del feminismo de Salta es «violento» hay que buscarla en las políticas del gobierno de Urtubey. Mal haríamos en echarle la culpa, por ejemplo, al Arzobispo de Salta.
Son Urtubey y sus ministros (en especial, los de Derechos Humanos) los que pagan el sueldo de una banda de facinerosos, capitaneada por un hombrecillo venido de la parte más oriental del «gran país del Norte», que se encarga de realizar ajustes de cuentas verbales en las redes sociales. Son ellos los que, bajo el paraguas bendito del gobierno y al calor de la impunidad que proporciona el anonimato, en unos casos, y el control del poder judicial, en otros, profieren insultos y practican linchamientos todos los días, en nombre de una «idea» que, por lo que se ve, felizmente no goza de la aprobación de una sólida mayoría de salteños.
Que a Calletti le hayan dado a probar de su propia pócima, no es sino una consecuencia más de esta forma pervertida de defender a un gobierno indefendible.
Es razonable que la ministra se haya visto sorprendida por la escasa simpatía de que goza su figura entre las mujeres de Salta, con independencia de su ideología. Puede que quienes la insultaron el miércoles pasado hayan sido pocas y escasamente representativas del colectivo. Pero este dato es dudoso, pues si el escrache no hubiera sido tan consistente y contundente como lo fue, la ministra no se hubiera visto forzada a abandonar la marcha con un nudo en la garganta, ni a pedirle a El Tribuno que la rescate del fondo del pantano.
El gobierno de Urtubey es el responsable de haber abierto las puertas a la intolerancia y a la radicalización de las mujeres. Su alianza con un sector de feministas con un marcado sesgo ideológico ha generado un amplio descontento social, que se expresa no solo desde posiciones de extrema izquierda sino también desde espacios centristas y moderados.
Calletti debería saber que sus decisiones políticas no son neutras y que cualquiera sea su contenido o su utilidad puede haber -y de hecho hay- personas que legítimamente se opongan a sus dictados. Así funciona la democracia. Que aquella oposición adopte la forma de gritos destemplados es solo un detalle más a tener en cuenta: en el sueldo de la ministra está comprendido el deber cívico de aguantar a pie firme los excesos verbales. Frente a las agresiones de este tipo, los políticos (los de verdad) saben cómo comportarse: responden poniendo la cara y no esgrimiendo argumentos para justificarse. Sus políticas, como el color de sus pantalones, son materia opinable y ellos lo saben mejor que cualquiera.
El problema aquí es otro y es de una naturaleza radicalmente diferente. Las políticas de la ministra Calletti no son buenas ni malas por definición: son ineficientes de solemnidad, y no hay por qué callarlo. Es decir, que no solo no producen el resultado esperado sino que, con un poco de suerte, producen el resultado contrario. Debería la señora ministra hacérselo mirar por alguien que entienda.
El que una ministra que se encarga de los asuntos de la mujer haya sido atacada por otras mujeres y que la propia ministra haya salido a repeler la agresión, cual si fuese Xena, la princesa guerrera, es un hecho que demuestra simplemente que el feminismo no es un movimiento monolítico.
La ministra debería congratularse por ello y no pretender instaurar una suerte de «pensamiento único» que ahogue el pluralismo innato de quienes consideran que hay millones de formas diferentes de verse y de sentirse como mujer. Lo que las ruidosas mujeres dijeron el pasado miércoles es precisamente eso: que el feminismo de la ministra Calletti y de sus aliadas del Observatorio de la Violencia contra las Mujeres en Salta está inclinado, sí, hacia la «visibilización», pero la del gobierno, no la de los derechos, las aspiraciones y los traumas de las mujeres.
Si hablamos de pluralismo innato y de sensibilidades diferentes, es lógico pensar, como sucede en otros ámbitos de la vida, que las políticas realmente eficaces son aquellas políticas de mínimos, las que son producto de acuerdos lentos, pacientes y de dificultosa génesis y no de la imposición de un grupo de iluminados expertos. Calletti comete el error de consultar sus políticas con el espejo (como acostumbra hacerlo Urtubey) sin reparar en que la sociedad espera que sus decisiones estén respaldadas por un consenso previo y amplio.
Por ejemplo, si la ministra dice -y no hay por qué dudar de su sinceridad en esto- que su objetivo es trabajar por una sociedad «Fifty-Fifty», debiera reconocer la ministra que esta consigna tan razonable ha sido elaborada y sostenida por la Organización de las Naciones Unidas, que para las feministas que la rodean -y quizá para ella misma- es una especie de club de los «países opresores». ¿Es que estamos moderando el discurso y no nos animamos a decirlo por miedo a que nos escupan en la calle?
Antes de salir a defender su dignidad de mujer herida, Cintia Pamela Calletti debería explicar a los ciudadanos de Salta y del mundo por qué en esta Provincia, a pesar de que rige desde hace dos años una declaración de emergencia en la materia, las cifras de mujeres muertas en hechos violentos se han disparado hasta alcanzar niveles socialmente intolerables.
La única explicación de la ministra para este fenómeno, que habla muy mal de su gestión de gobierno, es que «vivimos en una sociedad machista y patriarcal». Pero este argumento forma parte del discurso de las feministas que están en el llano y no puede partir de quienes ejercen el poder, pues entonces significa reconocer que su propia legitimidad nace del machismo y del patriarcado. Algo que en el caso de la ministra Calletti no está muy lejos de la realidad, pues ella misma es producto de una promoción comenzada por Urtubey padre y culminada por Urtubey hijo.
Una promoción realizada, además, en el seno del mismo gobierno que aplaudió, entre otras cosas, la «cumbre» de organizaciones ultraderechistas y ultracatólicas que rechazó abiertamente y con la participación activa del gobernador Urtubey y de sus legisladores nacionales la ley que instauró el matrimonio homosexual; del mismo gobierno que a los pocos meses dictó un decreto para poner obstáculos judiciales irrazonables a los abortos declarados no punibles por la Corte Suprema de Justicia.
Quizá, si la ministra se sincerara y reconociera que ella misma es un instrumento transicional que el machismo y el patriarcado han colocado en el cargo para acabar con estas lacras, algún día -si las cosas se enderezan- ella pueda ser considerada como una «heroína de la retirada», al estilo de los héroes que dibujó Hans Magnus Enszenberger. Pero de momento, y a pesar de los esfuerzos de El Tribuno, no hay nada en el horizonte que permita modificar esta idea, fuertemente arraigada en la conciencia femenina colectiva, de que la señora Calletti es más parte del problema que de la solución.