
En ambos casos los jueces han ordenado tanto la «inspección ocular» de los terminales como «la extracción lógica y física de información que pudiera estar guardada en dicho dispositivo».
A pesar de que una medida judicial de esta naturaleza comporta una evidente invasión de la privacidad y supone un potencial menoscabo de derechos fundamentales, como el del secreto de las comunicaciones y el del respeto a la vida privada y familiar, un magistrado de Metán (el señor Dilascio) y otro de Joaquín V. González (el señor Guzmán Salustros) no han vacilado en avanzar en esta dirección tan delicada, aun teniendo en cuenta de que en ambos casos los delitos investigados son leves y de escasa trascendencia social.
La pregunta fundamental que nos debemos formular aquí no es si los jueces y fiscales están facultados para ordenar la incautación y examen de los teléfonos sino cuáles son o deben ser los límites legítimos de la intervención judicial sobre las comunicaciones electrónicas de las personas y si una medida tan grave como la recuperación de la información almacenada en los teléfonos móviles de las personas -sean delincuentes o no- está justificada cuando lo que está en juego es la investigación de delitos menores.
En los párrafos siguientes intentaré reflexionar sobre estas cuestiones, teniendo presente el principio general de actuación acuñado por el Tribunal Supremo Federal alemán (BHG) en su conocida sentencia de 14 de junio de 1960, en la que declaró que “la investigación de la verdad en el proceso no es un valor absoluto”. Completan este marco general de reflexión el Auto del Tribunal Supremo español de 18 de junio de 1992 que estableció que “no todo es lícito en el descubrimiento de la verdad”, y la Sentencia del mismo tribunal, nº 101/2012, de 27 de febrero, que ha establecido que “la búsqueda de la verdad, incluso suponiendo que se alcance, no justifica el empleo de cualquier medio, pues la justicia obtenida a cualquier precio termina no siendo Justicia”.
Para comenzar a dar respuesta a las cuestiones planteadas, me gustaría brevemente referirme al informe de 2018 del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, titulado El derecho a la privacidad en la era digital, en el que se puede leer lo siguiente: «Las tecnologías que emplean un gran volumen de datos, como los macrodatos y la inteligencia artificial, son cada vez más poderosas y amenazan con crear un entorno digital intrusivo en el que tanto los Estados como las empresas pueden llevar a cabo actividades de vigilancia, análisis y predicción e incluso manipular el comportamiento de la población en una medida sin precedentes. Es innegable que las tecnologías basadas en datos pueden destinarse a usos altamente beneficiosos, pero estos avances tecnológicos plantean riesgos muy importantes para la dignidad humana, la autonomía y la vida privada, así como para el ejercicio de los derechos humanos en general, si no se gestionan con sumo cuidado».
Cuando hablamos de tecnologías de comunicación en la era digital debemos diferenciar, en principio, entre la información que intercambiamos a través de los ordenadores -los que conocemos hace más de cuarenta años- y la que acopiamos en los teléfonos celulares, que hoy deben contemplarse como un fenómeno tecnológico explosivo, que ha desbordado largamente los límites de la informática tradicional.
No es para nadie una novedad que los teléfonos móviles se han convertido en omnipresentes. Se estima que un porcentaje superior al 95 por cien de los millennials lleva consigo un smartphone. Los usuarios van con sus teléfonos a todas partes y dependen para sus actividades diarias cada vez más de las aplicaciones que el aparato gestiona, como los mensajes de texto, el correo electrónico o los servicios de localización asistida.
La tecnología que emplean nuestros teléfonos celulares permite a los proveedores de servicios recopilar una gran cantidad de información sobre la localización y las actividades del usuario. A diferencia de los ordenadores, los teléfonos que utilizamos a diario se han convertido en dispositivos de rastreo personal, de allí que su intervención por la autoridad -especialmente por la judicial- deba practicarse siempre con el máximo respeto, no ya al secreto de las comunicaciones, sino a la privacidad del propietario del teléfono y a la de sus contactos.
Un tribunal ha caracterizado a los teléfonos móviles como el «medio más fácil de recopilar los datos más completos sobre los movimientos públicos y privados de una persona». Los datos de ubicación de este tipo de dispositivos se recopilan en un volumen tan alto que ofrecen una fuente casi inagotable de información granular sobre sus usuarios, que incluye cuándo y a dónde va una persona, con quién se encuentra e incluso con qué propósito lo hace. Todo ello sin contar con que nuestras compras, nuestros hábitos de consumo, nuestras relaciones familiares o la gestión de nuestras finanzas está contenida también en nuestros aparatos.
Esta información representa una tentación a menudo irresistible para los Estados, sobre todo para aquellos en los que no existe una tradición sólida de respeto a los derechos individuales y en donde se tolera la injerencia de las autoridades (judiciales o administrativas) en la vida de las personas.
La diligencia de intervención de las comunicaciones telefónicas
En el ámbito penal, la intervención de las comunicaciones telefónicas (y también la extracción de cualquier información de los terminales telefónicos de usuario) puede ser definida como una diligencia de investigación, acordada por la autoridad judicial en fase de instrucción, ejecutada bajo el control y supervisión del órgano jurisdiccional competente y acordada con el objeto de captar el contenido de las comunicaciones del sospechoso o de otros aspectos del 'iter' comunicador, con el fin inmediato de investigar un delito, sus circunstancias y autores y con el fin último de aportar al juicio oral materiales probatorios “bien frente al imputado, bien frente a otros con los cuales éste se comunique” (vid. STS nº 246/1995, de 20 de febrero).Las intervenciones telefónicas (escuchas en tiempo real o recuperación de información almacenada con anterioridad en los teléfonos de los usuarios) tienen una doble utilidad en el proceso penal: 1) pueden servir de fuente de investigación de delitos, orientando el trabajo policial, y 2) pueden utilizarse como medio de prueba (STS nº 511/1999, de 24 de marzo). Su utilidad en el ámbito del proceso penal se encuentra fuera de toda duda.
En cualquiera de estos dos casos se requiere, como exigencia indefectible, que la autoridad actúe con «sumo cuidado», como lo sugiere el informe de la ONU al que brevemente nos hemos referido. Ello significa que la autoridad de que se trate (jueces, fiscales o policías) debe esforzarse por cumplir una serie de requisitos que han sido establecidos para garantizar que la invasión o injerencia en el ámbito de la intimidad personal protegida por nuestra Constitución y por normas internacionales se lleva a cabo de una forma correcta y respetuosa con los derechos fundamentales de los individuos.
Es indudable que las aplicaciones prácticas de este medio de investigación se han acrecentado en los últimos años, en parte como consecuencia de los progresos tecnológicos en materia de interceptación y captación de conversaciones, así como los avances de la ciencia de la desencriptación; pero en parte también gracias a que los usuarios/propietarios de los teléfonos móviles no siempre son conscientes de sus derechos y tienden a entregarlos con facilidad a la autoridad que los requiere, generalmente por miedo a incurrir en una conducta desobediente.
Pero los progresos tecnológicos justifican con mayor razón el establecimiento de límites claros y más rigurosos a la injerencia de la autoridad policial, fiscal o judicial sobre nuestra intimidad. Es evidente, pues, que la permisividad de que ahora disfrutan los investigadores penales -sobre todo en la Provincia de Salta- debe evolucionar hacia el hallazgo de un justo equilibrio entre la necesidad de esclarecer las actividades delictuales (fundamental para el mantenimiento del orden social y la seguridad ciudadana) y la salvaguarda de un puñado de derechos básicos sobre los que se asienta y desarrolla la vida humana en una sociedad democrática y libre. En este sentido ha dicho el Tribunal Supremo español que «existen ámbitos individuales de inmunidad que no pueden ser arrollados so pretexto de actuar en función de fines de trascendencia pública» (STS nº 1424/1993, de 18 de junio).
Procedimiento regular y respetuoso
Entre las recomendaciones efectuadas a los Estados en el informe de 2018 del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos figura la de garantizar «a través de legislación apropiada y de otros medios, que toda injerencia en el derecho a la privacidad, en particular a través de la vigilancia de las comunicaciones y el intercambio de inteligencia, sea compatible con el derecho internacional de los derechos humanos, incluidos los principios de legalidad, fin legítimo, necesidad y proporcionalidad, independientemente de la nacionalidad o la ubicación de las personas afectadas, y aclaren que la autorización de medidas de vigilancia requiere que exista una sospecha razonable de que una persona concreta ha cometido o está cometiendo un delito penal o participa en actos que constituyen una amenaza específica para la seguridad nacional».Los mencionados principios (legalidad, fin legítimo, necesidad y proporcionalidad) han sido prolijamente precisados en la Circular 1/2013, de 11 de enero, emanada del Fiscal General del Estado español, que establece pautas muy concretas en relación con la diligencia de intervención de las comunicaciones telefónicas.
Este documento enumera los requisitos básicos que, conforme a la jurisprudencia del Tribunal Supremo español, se deben cumplir para asegurar la legitimidad y validez de las intervenciones telefónicas:
1º) La exclusividad jurisdiccional, en el sentido de que únicamente por la autoridad judicial se pueden establecer restricciones y derogaciones al derecho al secreto de las comunicaciones telefónicas, y, por ende, al derecho a la vida privada y familiar.
2º) La finalidad exclusivamente probatoria de las interceptaciones para establecer la existencia de delito y el descubrimiento de las personas responsables del mismo.
3º) La excepcionalidad de la medida, que sólo habrá de adoptarse cuando no exista otro medio de investigación del delito, que sea de menor incidencia y causación de daños sobre los derechos y libertades fundamentales del individuo que los que inciden sobre la intimidad personal y el secreto de las comunicaciones.
4º) La proporcionalidad de la medida, que implica que sólo habrá de adoptarse en el caso de delitos graves.
5º) La limitación temporal de la utilización de la medida.
6º) La especialidad del hecho delictivo que se investigue, pues no cabe decretar una intervención telefónica para tratar de descubrir de manera general e indiscriminada actos delictivos.
7º) La existencia previa de indicios de la comisión de delito y no meras sospechas o conjeturas.
8º) La existencia previa de un procedimiento de investigación penal, aunque cabe que la intervención de las telecomunicaciones sea la que ponga en marcha el procedimiento.
9º) La motivación suficiente de la resolución judicial que acuerde la intervención telefónica.
10º) La exigencia de control judicial en la ordenación, desarrollo y cese de la medida de intervención.
Como dice la instrucción del Fiscal General del Estado español, la exigencia del cumplimiento de requisitos ineludibles para que las intervenciones sean legítimas deriva, no solamente del carácter de derecho fundamental del secreto de las comunicaciones, sino además de una singularidad que concurre respecto de otras diligencias de investigación intrusivas en los derechos fundamentales; a saber, que la injerencia se lleva a cabo manteniendo al titular de ese derecho en la total ignorancia respecto de la pérdida de amparo de su derecho constitucional.
Sobre el fin legítimo y los indicios delictivos
El Convenio Europeo de Derechos Humanos consagra el derecho fundamental al respeto a la vida privada y familiar y establece las condiciones para la injerencia legítima de la autoridad en la esfera privada de los individuos. El artículo 8.2 del CEDH dice que «No podrá haber injerencia de la autoridad pública en el ejercicio de este derecho sino en tanto en cuanto esta injerencia esté prevista por la ley y constituya una medida que, en una sociedad democrática, sea necesaria para la seguridad nacional, la seguridad pública, el bienestar económico del país, la defensa del orden y la prevención de las infracciones penales, la protección de la salud o de la moral, o la protección de los derechos y las libertades de los demás».Parece evidente que en materia penal, la letra del CEDH se limita a la «prevención de las infracciones penales» y no se extiende al castigo de las infracciones ya cometidas. La persecución penal no aparece en la lista de excepciones prevista en el artículo 8.2 del Convenio.
Pero dejando a un lado estas distinciones, lo cierto y verdad es que para que se pueda enervar el derecho fundamental a la vida privada y familiar de una persona no bastan las meras sospechas de que alguien ha cometido un delito. En base a lo que dispone el artículo 8 del CEDH, se exige la presencia de indicios de criminalidad sobre la persona a la que va a afectar la medida limitadora del derecho fundamental, partiendo lógicamente de que se trata de recabar pruebas sobre el delito que se está investigando, de hacer acopio de elementos incriminadores de los que hasta ese momento se carece.
Es decir, deben concurrir datos o hechos objetivos que puedan considerarse indicios de la existencia del delito y la conexión de la persona o personas investigadas con el mismo. El instructor ha de sopesar el grado de probabilidad que se deriva de los indicios. Sólo cuando éste adquiera ciertas cotas que sobrepasen la mera posibilidad, estará justificada la injerencia. No basta, pues, una intuición policial ni una sospecha más o menos vaga, ni deducciones basadas en confidencias (STS nº 658/2012, de 13 de julio). Los indicios que se exigen son algo más que simples sospechas, pero también algo menos que los indicios racionales y vehementes que se exigen para el procesamiento (STC nº 26/2010, de 27 de abril, STS nº 1592/2003, de 25 de noviembre).
La exigencia de proporcionalidad
En una sociedad democrática como la nuestra, la exigencia fundamental de proporcionalidad conduce a que la intervención de las comunicaciones digitales, incluida la inspección de los terminales telefónicos y la extracción de la información, quede reservada para los delitos de mayor entidad.Es esta exigencia la que no se ha cumplido en absoluto en ninguna de las dos intervenciones dispuestas por los jueces salteños, tanto en el caso en el que se investiga un presunto delito de abuso de armas con intimidación públic, como en el otro en el que el proceso penal está orientado a esclarecer un presunto delito abuso sexual simple en grado de tentativa.
El requisito de la proporcionalidad es exigido con rigor en la jurisprudencia del TEDH (vid. SSTEDH de 19 de abril de 2001, Peers contra Grecia; 24 de julio de 2001, Valainas contra Lituania; 11 de diciembre de 2003, Bassani contra Italia; 24 de febrero de 2005 o Jaskaukas contra Lituania).
En España, si bien la Ley de Enjuiciamiento Criminal no especifica los delitos que pueden ser investigados mediante intervenciones telefónicas, la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha establecido que una medida de investigación judicial que afecta tan directa y gravemente a la intimidad de las personas solo puede encontrar su justificación, en el ámbito del proceso penal, cuando lo que se persiga sea un delito grave, en el bien entendido de que no sólo ha de tenerse en cuenta la gravedad de la pena, sino también su trascendencia y repercusión social (SSTS nº 740/2012, de 10 de octubre, 467/1998, de 3 de abril, 622/1998, de 11 de mayo).
En ninguno de los dos casos que se han producido recientemente en Salta aparece justificada la exigencia de la autoridad de entregar el aparato telefónico para su «inspección ocular» primero, y luego para la extracción de la información almacenada. En el caso del presunto abuso de armas en Apolinario Saravia no lo está porque el teléfono sobre el que se han practicado diligencias no es el del principal imputado como autor del delito, y no concurren los requisitos de gravedad del delito o de trascendencia y repercusión social de la conducta; y en el segundo caso (el de la tentativa de abuso sexual) porque a todas luces se trata de un delito de ínfima cuantía.
En ambos casos la medida judicial ha sido desproporcionada, puesto que al proceder a la extracción de información de los teléfonos (aunque se hubiera hecho con todas las garantías) se han lesionado derechos más importantes que los que se pretendía proteger con la medida acordada.
En uno de los casos (el del presunto abuso de armas), la diligencia fiscal de extracción de la información de un terminal telefónico ha derivado en la lamentable difusión pública (por la misma autoridad fiscal, lo que es todavía más grave) de datos, información, usuarios, contactos y hábitos de comunicación del propietario del teléfono y de miembros de su familia que nada tienen que ver con el delito que se investiga y que han sido dados a conocer con la sola intención de justificar una actuación fiscal irregular anterior (la incautación y examen de un teléfono sin orden del juez). No ha importado que para ello se haya vulnerado una importante cantidad de derechos fundamentales con la revelación de los datos. La «honra» fiscal parece que en Salta lo justifica todo.
La excepcionalidad, también conculcada
El principio de excepcionalidad está estrechamente conectado con el de proporcionalidad. Por razones que son fácilmente comprensibles, la intervención telefónica, incluida la incautación de los aparatos y la extracción de la información almacenada, jamás debe considerarse un medio normal de investigación, en la medida que supone el sacrificio de un derecho fundamental de la persona. Su uso, por tanto, debe efectuarse con carácter limitado y señaladamente excepcional.No es tolerable, por tanto, la petición sistemática en sede judicial de la autorización para intervenir los teléfonos y las comunicaciones. Mucho menos se debe conceder de forma rutinaria. En la mayoría de los casos en que policías y fiscales pidan la autorización judicial se estará en los umbrales de la investigación judicial, pero su procedencia ha de supeditarse en cualquier caso a la acreditación de una investigación (fiscal o policial) previa y suficiente (STS nº 1184/2001, de 10 de noviembre).
La jurisprudencia de los tribunales españoles establece que la autorización judicial para la intervención sobre los teléfonos móviles solo debe acordarse cuando, desde una perspectiva razonable, no estén a disposición de la investigación, en atención a sus características, otras medidas menos gravosas para los derechos fundamentales del investigado y, potencialmente, también útiles para la investigación.
En definitiva, si no es probable que se obtengan datos esenciales o si estos se pueden obtener por otros medios menos gravosos, conforme al principio de excepcionalidad no procedería acordar una intervención telefónica.
Conclusiones
Los teléfonos móviles se han convertido en una extensión de nuestra persona. Ninguna autoridad puede proceder a incautar nuestros terminales telefónicos si no es con las mismas garantías, el mismo procedimiento, el mismo cuidado y por las mismas razones por las que se procede a privarnos de nuestra libertad personal.Las diligencias de investigación acordadas por los jueces de Garantías sobre nuestros teléfonos deben estar reservadas para los delitos graves y no para cualquier delito. La gravedad de estos no solo deriva de la cuantía de la pena, sino muchas veces de su repercusión y trascendencia social. Pero la valoración de esta repercusión no debe quedar en manos de la misma autoridad que pretende intervenir los teléfonos, sino que en todo caso debe ser responsabilidad de una autoridad independiente que aplique criterios objetivos y garantistas para determinar la necesidad, utilidad y procedencia de la medida.
Es preciso recordar en este punto las normas de responsabilidad profesional y declaración de derechos y deberes fundamentales de los fiscales, adoptadas por la Asociación Internacional de Fiscales, de 23 de abril de 1999, que proclaman que los fiscales deberán «proteger el derecho de un acusado a un juicio justo en todo momento y, en particular, asegurar que las pruebas a favor del acusado sean presentadas conforme a la ley o los requerimientos de un juicio justo». Estas normas han sido asumidas también por la Comisión de Prevención del Crimen y Justicia Criminal de Naciones Unidas en la Resolución 17/2 adoptada en su decimoséptima reunión celebrada en Viena en 2008.
Y recordar también la Recomendación (2000)19 del Comité de Ministros del Consejo de Europa sobre el papel del Ministerio Fiscal en el sistema de justicia penal, que en su punto 28 dispone que “los fiscales no deben presentar pruebas respecto de las que sepan o crean sobre bases razonables que fueron obtenidas mediante métodos contrarios a la Ley. En caso de duda el Ministerio Fiscal debe pedir al Tribunal que se pronuncie sobre la admisibilidad de tal prueba”. En el mismo sentido, las Directrices sobre la función de los Fiscales, adoptadas por el Octavo Congreso de Naciones Unidas sobre prevención del delito y tratamiento de los delincuentes, de 1990 (punto 16), que establecen con claridad el deber de los fiscales de excluir la prueba obtenida a través de métodos ilegales.