
Al menos eso se desprende de la entrevista que el diario El Tribuno ha realizado al fiscal federal del territorio, señor Ricardo Toranzos.
En esta entrevista, el fiscal se ha referido, muy brevemente, a la situación legal de las personas que «están en cuarentena por provenir de países de riesgo».
Según el fiscal, estas personas, a las que se supone que las autoridades tienen perfectamente identificadas y localizadas, «no pueden siquiera salir a comprar comestibles o artículos de limpieza».
Hasta aquí todo parece coherente y comprensible, pero resulta que para el señor Toranzos la cuarentena de estas personas equivale a una velada condena a muerte por inanición, puesto que, según él, «deben buscar la forma de que lo abastezca alguien que pueda dejarles lo necesario en el exterior de su casa».
¿Alguien? Pero ¿quién?
El Estado prohíbe a estas personas salir de sus encierros aunque más no sea para comprar víveres o medicamentos, pero automáticamente se desentiende de su atención. «Ah, mire, Yo no se quién podrá ahora ayudarlo. Si acaso, llame usted al Chapulín Colorado».
Son los encerrados los que deben buscarse la vida y arreglárselas como puedan. No importa que para ello tengan que pegar gritos o hacer señales de humo.
Pero ¿y si no tienen conocidos en Salta? ¿si no hablan el idioma? ¿si la cuarentena les ha sorprendido sin teléfono, sin whatsapp o sin internet?
Y aunque estuvieran nadando en la abundancia, ¿es justo que el Estado no se ocupe de ellos cuando es el mismo Estado el que les impone la prohibición rigurosa de salir a comprar lo que necesitan para seguir viviendo?
¿No hay aquí una clara e injusta afectación al derecho constitucional a la igualdad frente a los sacrificios, cargas y contribuciones que exige el Estado?
La situación traspone los límites de cualquier razonabilidad, puesto que lo que el Estado viene a decirnos es que es preferible que estas personas mueran en sus encierros, sin asistencia ni auxilio de ningún tipo, a que contagien a un número no calculado de personas sanas.
Obsérvese que el «humanista» señor Toranzos ha dicho que no podrán salir a la calle «ni para comprar», lo que debe entenderse como que tampoco podrán hacerlo si desarrollan alguna enfermedad durante el encierro. Si algo como eso les sucediera, ya se pueden ir encomendando al Altísimo, porque tampoco podrán salir para intentar que un médico les salve la vida en un hospital.
Lo que Toranzos no ha advertido es que al prohibirles salir para comprar lo más esencial, ha convertido a estas personas en dependientes y la dependencia, así impuesta como castigo o como prevención, debe ser atendida por el Estado, no por el propio dependiente, que se encuentra en una situación de clara inferioridad.
Es bastante razonable pensar que, en condiciones como las descritas, si Sáenz o Bettina Romero la han emprendido a timbrazos para saber si los encerrados estaban bien guardados en casa, algunos de los requeridos no ha podido responderles porque estarían abatidos por el hambre extremo.
Cosas como estas son las que convierten a los fiscales provinciales de Salta en inocentes palomas. Solo basta con tener en cuenta que a los presos más peligrosos de la Provincia -violadores, torturadores, asesinos, estafadores seriales, etc.- un agente de la autoridad les lleva todos los días la comida y procuran -dentro de lo que cabe- que no les falte lo esencial para no morirse en el encierro. Y si están resfriaditos, incluso los llevan a la enfermería.
Para los que «están en cuarentena por provenir de países de riesgo» la situación es muy diferente, como acabamos de ver. Es mucho peor, para decirlo sin tantos circunloquios. Es como la del indio poeta muerto: «¡Silencio, no se le acerquen». Ni muertos, porque nadie sabe hasta cuándo un cadáver insepulto puede seguir exhalando virus gorditos y con ganas de tener sexo entre sí.
Suerte tienen aquellos peligrosos invasores acuarentenados si cumplen encierro en alguna casa que tenga un paltero al fondo, y no digamos ya aquellos afortunados que se han encerrado en una casa con gallinero. Porque ¿quién se atrevería a llevarles un kilo de garbanzos y dos rollos de papel higiénico hasta su puerta? ¿Lo haría Toranzos? Seguro que no.
La situación es escandalosa desde el punto de vista del respeto a los derechos humanos, pero el trabajo de los fiscales consiste precisamente en eso, en pasar por encima de ellos, porque «ahora hay cosas más importantes que resolver». Los derechos fundamentales pueden esperar sentados a que alguien se acuerde de ellos.
Y para resolver el problema como a nosotros nos gusta, mejor no dejar que estas personas tengan derechos, como los tienen los presos, y no asomen las narices ni para decir «necesito tomar una aspirina».
Al final, cuando todo pase, si es que los acuarentenados sobreviven al aplastante autoritarismo del fiscal Toranzos, cuando los bomberos del apocalipsis abran sus escondrijos se encontrarán a más de uno en los límites de la caquexia. Hallarán a fantasmas que deambulan en vida y que si Campanella los hubiera conocido en su momento bien podrían haber sido elegidos para protagonizar el electrizante final de la película El secreto de sus ojos cuando el asesino recluido en un zulo murmura con dificultad a los rescatadores: «Por favor, dígale, pídale al fiscal Toranzos que me hable o que por lo menos me deje hablar con alguien».