El ‘indigenismo caviar’ intenta influir en los asuntos de Salta

  • Durante el pico de la crisis sociosanitaria que por estos días afecta al noreste de la Provincia de Salta, los salteños hemos asistido, con una mezcla de asombro, estupor y escepticismo, a la puesta en escena de una desgarradora obra de teatro, protagonizada por actores y actrices del centro y el sur del país, que, sin haber pisado nunca el territorio ni conocer su realidad más que por algunos programas de televisión, intentan decirle a los salteños lo que deben hacer y no hacer en relación con sus pobladores indígenas.
  • Más que un problema jurídico, un dilema moral

A estas alturas de la crisis, y por lo que se conoce, podemos tener la certeza de que los salteños -con el gobierno a la cabeza e incluidos los wichi- hemos hecho las cosas mal durante mucho tiempo. Hay pocas excusas que se puedan esgrimir para escapar a una responsabilidad tan grande y tan evidente como esta.


Pero la pasión con la que ciertas clases acomodadas del resto del país -entre las que incluyo a un grupo de agudos antropólogos de la universidad local- han abrazado la causa del indigenismo radical, lleva a preguntarse seriamente si entre los factores que han contribuido a que la crisis se desencadenara no se cuenta la forma desviada y perversa con que algunos entienden el respeto por la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas, consagrado en nuestra Constitución.

El hábito de la miseria y el derecho al desarrollo

El primer dilema moral que se debe analizar en este punto consiste en determinar si entre las costumbres o hábitos ancestrales que los pueblos indígenas tienen derecho a conservar y cultivar -y todos los demás la obligación de respetar- se encuentra el hábito de la miseria.

Para responder a una pregunta tan crucial como esta -que para algunos tiene una respuesta obvia pero que para otros no tanto- es necesario tener presente algunos de los principios y metas enunciados en las Declaración de las Naciones Unidas sobre los Pueblos Indígenas, aprobada en la 106ª reunión plenaria de la Asamblea General, celebrada el 13 de septiembre de 2007.

Este importante documento internacional contiene referencias precisas e inequívocas al derecho al desarrollo de los pueblos indígenas.

Una de ellas, enunciada en el décimo párrafo del preámbulo, dice textualmente así:

«Convencida de que si los pueblos indígenas controlan los acontecimientos que los afecten a ellos y a sus tierras, territorios y recursos podrán mantener y reforzar sus instituciones, culturas y tradiciones y promover su desarrollo de acuerdo con sus aspiraciones y necesidades».

En el mismo sentido, el artículo 3 de la Declaración dice que «los pueblos indígenas tienen derecho a la libre determinación. En virtud de ese derecho determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural».

El artículo 20.2 establece que «los pueblos indígenas desposeídos de sus medios de subsistencia y desarrollo tienen derecho a una reparación justa y equitativa».

Estos principios y normas obligan a pensar si, además de un derecho al desarrollo, los pueblos indígenas no tienen también el deber de desarrollarse, y, en tal caso, cuál debería ser la actitud de los Estados frente a un ejercicio deficiente de tal derecho o la omisión completa del cumplimiento de este deber.

Claro que siempre uno podrá preguntarse cuál es la idea de «desarrollo» que debe prevalecer: si la del Estado, que la impone de modo uniforme por medios coactivos, o la de las propias minorías étnicas y culturales, que legítimamente pueden tener una idea diferente y unas velocidades también diferentes para alcanzarlo.

Pero si somos capaces de formularnos esta pregunta fundamental, deberíamos ser capaces también de comprender, y sin necesidad de hacer ningún esfuerzo especial, que la miseria, en cualquiera de sus formas, pero sobre todo cuando viene acompañada de pérdida de vidas humanas, es completamente ajena a cualquier idea de desarrollo que racionalmente se pueda tener.

Los pueblos se pueden equivocar

Si por el indigenismo de salón fuera, se debería dejar a los wichis de Salta librados a sus propias decisiones, así estas les conduzcan más tarde o más temprano a su extinción como pueblo.

Pero ningún instrumento internacional reconoce a los pueblos indígenas una especie de infalibilidad colectiva, superior a la de cualesquiera otros pueblos de la tierra. Es decir, los pueblos indígenas también se pueden equivocar cuando toman decisiones y pueden correr el riesgo desparecer sin necesidad de que nadie haya planificado de una forma malvada su exterminio.

Hoy, y por motivos que son tan obvios que no merecen ser enumerados, la nación wichi de Salta necesita de ayuda externa para adoptar las mejores decisiones que conduzcan a su preservación. Casi no hay dudas sobre esto.

Sin embargo, para el indigenismo caviar argentino no solo se les debe respetar a los wichi de Salta el uso ancestral y comunitario de las tierras que ocupan, y no privarles arbitrariamente de sus medios de subsistencia (objetivos muy razonables), sino que también se los debe dejar que vivan de la caza y de la pesca (donde puedan hacerlo) e incluso fomentar en pleno siglo XXI este estilo primitivo de subsistencia, aun a sabiendas de que el consumo de flora o fauna silvestre -que es más propio de los animales que de los seres humanos- puede provocar a estos ciudadanos graves problemas de salud, que luego no solucionan los chamanes de la tribu sino los médicos del sistema estatal de asistencia sanitaria.

Mantenemos una actitud ambigua frente a la complejidad del mundo indígena, por cuanto muchos de nosotros celebramos que un ciudadano wichi acuda a clases regulares, que se gradúe de maestro o, incluso, que consiga un trabajo remunerado y provechoso, pero por otro lado parecemos convencidos de que su esfuerzo personal, encaminado claramente hacia el progreso y la integración, no debe traspasar ciertas líneas, que son las que separan -ya definitivamente- a las «comunidades» a las que pertenecen con el resto de la sociedad.

Me pregunto en consecuencia si no estamos ante una discriminación escandalosa cuando al resto de los habitantes del territorio se les permite organizarse y convivir en un sistema que hace posible la coexistencia del individualismo solidario con diversas formas de colectivismo, y a los indígenas se los condena en masa y de antemano a que nunca puedan practicar el individualismo solidario si alguno así lo desea, bien sea porque quiere ejercer en plenitud sus derechos como individuo, bien sea porque quiere romper con el sino fatal del «comunitarismo» y despotismo de los caciques. En mi opinión, hay que dejarlos que elijan.

Visto el asunto desde otra perspectiva: si los pueblos indígenas pueden reivindicar el respeto de sus formas particulares de relación hacia afuera y hacia adentro de sus respectivos grupos y se pone por delante el derecho de expresar en todo momento su cultura, ¿qué razones hay para que los que no son indígenas deban contenerse y no plantear, desde su propia cultura, formas de relación alternativas con los grupos diferentes? Al contrario, pienso que las otras culturas que coexisten con las indígenas tienen también el mismo derecho a expresarse. En tal sentido, no deben ser indiferentes y mirar para otro lado cuando el excesivo celo indigenista conduce a la muerte y a la destrucción, que es la negación misma de toda cultura.

Contra la ciudadanía y la universalidad de los derechos humanos

El discurso de la autonomía y autogestión de sus propios recursos socioculturales y productivos, y las posturas ideológicas que tachan de «desarrollistas» y «unilaterales» las políticas del Estado encaminadas a evitar una grave exclusión de los pueblos indígenas son muy rentables para una cierta parte del mundo académico, pero muy poco prácticas para los indígenas que malviven en condiciones infrahumanas y se ven abocados a su propia destrucción.

El gobierno tiene, en este caso particular, la obligación moral de acabar con la desigualdad, y se enfrenta al desafío de hacerlo respetando, al mismo tiempo, el derecho a la diferencia.

Pero ¿hasta dónde el respeto hacia las particularidades culturales y étnicas de un pueblo no se vuelve en contra del propio pueblo que se pretende proteger?

¿Cuál debe ser la reacción del Estado, o más precisamente del sistema jurídico-político que rige nuestro sistema social, frente a la constatación que algunas de aquellas particularidades constituyen, en sí mismas, una violación de los derechos básicos de las personas? ¿Por qué si el Estado está diseñado para tratar con ciudadanos, tanto individual como colectivamente, cuando se enfrenta a la cuestión indígena la ciudadanía desaparece o se diluye en beneficio de las comunidades?

El discurso del indigenismo caviar postula, para empezar, que la universalidad de los derechos humanos es una construcción etnocentrista, que se expresa desde una pretendida superioridad cultural. Sigue diciendo que, en el mundo en el que vivimos, la globalización pretende uniformarnos, y es por ello que asistimos a un proceso de resurgimiento de identidades nacionales y culturales que se afirman y se justifican en el riesgo a desaparecer, engullidas por el avance arrollador del progreso, la tecnología y la sociedad de consumo.

Pero ¿qué ocurre cuando nos enfrentamos a situaciones como las que provocan la mutilación genital femenina, la poligamia, el uso del velo, el matrimonio precoz, el sacrificio de niños y vírgenes, y otras tantas prácticas que -sin necesidad de constituirnos en tribunal supremo universal para juzgar a las culturas que consideramos menos avanzadas- entran en conflicto con los principios y valores básicos de todo ser humano?

La política, fuera

El fundamentalismo que subyace al indigenismo de salón pretende alcanzar un imposible lógico que consiste en que aquellas diferencias se cultiven y se profundicen, aun cuando entren en conflicto con los derechos fundamentales, y sin preocuparse por buscar un cauce de legitimidad democrática y política. Los valores de nuestra organización política están fundados sobre la base de la libertad, la igualdad entre los ciudadanos libres y la no discriminación, pero frente al complejo mundo indígena esta triada parece quedarse sin contenido.

Es preciso reconocer en este punto que el marco jurídico del que nos hemos dotado es visiblemente insuficiente para regular la enorme diversidad con la que se enfrenta, y que el principio del que parten las reivindicaciones minoritarias (el derecho a expresar su propia cultura) tiene -mejor dicho, debería tener- unos límites concretos que hagan posible la convivencia pacífica entre ciudadanos en una sociedad cada vez más diferenciada internamente.

Si nos encontramos ante un sistema cultural o simbólico que afirme, por activa y por pasiva, que la dignidad del ser humano y el derecho a la integridad física son negociables ¿es moralmente aceptable que nos crucemos de brazos y no hagamos nada?

Nos enfrentamos no solamente a un dilema político (igualdad sí, igualdad no) sino también a uno de naturaleza ideológica, por cuanto la organización de nuestra convivencia está fundada -al menos nominalmente- en las conexiones que establecen de forma más o menos estables los individuos que, en ejercicio de su libertad, son capaces de definir su propio proyecto de vida. Ahora bien: si a la mayoría se le reconoce el derecho a formular su propio proyecto existencial, ¿es razonable que a los wichi se los condene a una vida comunitaria en la que es y siempre será más importante el grupo que el individuo? ¿Podemos aplaudir al wichi que obtiene su título de maestro y vive asimilado a la cultura mayoritaria, y, al mismo tiempo, predicar que todos sus congéneres, en vez de vivir de un sueldo que les permita comprar alimentos sanos, deben vivir de la caza, de la pesca y de la recolección de miel?

Hora de quitarse la careta

Cualesquiera sean sus particularidades culturales y étnicas, ni los wichi ni ningún otro pueblo de la tierra deben soportar que sus individuos se mueran de hambre o por beber agua contaminada.

Los que desde ciertas posiciones ideológicas defienden que los wichi -aun en la situación dramática en la que se encuentran- deben ser dejados «a su aire», como Dios los ha puesto en el mundo, deberían sincerarse y admitir de una vez que no lo hacen tanto para defender la intangibilidad cultural del pueblo wichi ni su derecho a no ser «invadidos» por la cultura occidental, sino más bien porque ellos -los teóricos- han idealizado una forma de vida bucólica y asilvestrada que no conocen más que por algún documental de la BBC.

Es legítimo y razonable que algunos estén hartos de la civilización en la que viven y quieran, de vez en cuando imaginarse a ellos mismos tomándose una semana sabática para pescar a orillas del Pilcomayo, para perseguir presas por la sabana lanza en mano o para recoger miel encaramándose en los árboles. Pero este no deja de ser un sueño bobó (de bourgeois-bohème).

Lo que ya no es razonable es que se defienda ese mismo estilo de vida primitivo para otras personas, para una categoría entera, sin darles al mismo tiempo, a los individuos y al grupo, oportunidad ni recursos para que puedan llevar una vida un poco más cómoda y digna, sin resignar de su cultura y de su identidad más que aquella parte de nuestra libertad que todos estamos obligados a ceder para que la convivencia en paz sea posible.