¿Patovicas en los colegios católicos de Salta?

  • Quiérase o no, los alumnos de cuarto año de un colegio religioso también tienen derecho, a pesar de su minoría de edad, a expresarse con libertad, sin que el ejercicio de este derecho proyecte sobre ellos consecuencias jurídicas negativas.
  • Una cuestión de derechos fundamentales

El derecho de admisión es una institución que ha nacido en el ámbito de las relaciones que entablan con sus clientes y consumidores los propietarios de ciertos locales que se dedican a ofrecer espectáculos públicos o a realizar actividades de esparcimiento.


Como tal derecho, ha sido caracterizado como una potestad jurídica que traduce la discrecionalidad más pura de quien regenta dichos locales, y que adopta generalmente dos direcciones bien diferenciadas: una, que se puede entender como el establecimiento de un requisito de acceso basado en los criterios más sofisticados de clase, condición y linaje; y otra, relacionada con la seguridad y el orden público de los lugares en los que se desarrollan aquellas actividades.

Así caracterizado, el derecho de admisión es bastante extraño a los colegios privados. La razón más obvia es que los colegios, en los que seel derecho de admisión es bastante extraño a los colegios privados procura educar a las personas, no suelen ofrecer espectáculos dirigidos a un público más o menos anónimo, ni se realizan en sus instalaciones -al menos no como cometido principal- actividades de esparcimiento.

Incluso más: los colegios privados en general -a pesar de que muchos son propiedad de sociedades mercantiles; es decir, con fines lucrativos- han venido negándose sistemáticamente a que se les considere como «un negocio», de modo que el ejercicio puro y duro del derecho de admisión comporta una suerte de contradicción con sus propios principios filosóficos.

Cuando un establecimiento cualquiera, sea un colegio o no, invoca una reserva del derecho de admisión, lo que está haciendo no es otra cosa que evocar en quien advierte o se enfrenta a esta reserva una cierta negatividad y una suposición de una cierta arbitrariedad de parte de quienes pudieran ejercerlo.

En cualquier orden de las relaciones entre proveedores y consumidores de servicios, el mentado derecho de admisión no puede ser jamás una coartada para el posible ejercicio de un poder omnímodo, hasta incluso discriminatorio, por parte de quien regenta, organiza o posee la titularidad de la actividad en concreto.

Es decir, que el ejercicio del derecho de admisión, en su forma más pura, siempre es incausado. Es decir, quien resuelve no admitir a alguien en su colegio, en su discoteca o en su tienda, generalmente no debe esgrimir ninguna razón para la exclusión, porque si lo hiciera podría poner de manifiesto, en una enorme cantidad de casos, el ánimo discriminatorio que preside la decisión de excluir a alguien de un lugar.

En el caso de los colegios privados, no se puede negar que son libres para admitir a los que más le parezcan que pueden ser sus alumnos o aprovechar mejor sus enseñanzas. El problema, a mi juicio, es que una vez que han sido admitidos y se les ha renovado varias veces la admisión, el colegio no puede revocar su admisión para cursos posteriores sin un motivo de peso, porque tal conducta introduciría una enorme inseguridad jurídica y, además, sería contraria a los actos propios del colegio, que generan en sus alumnos una razonable expectativa de readmisión al año siguiente.

Es aquí y no en otro momento en que deberían entrar a jugar los principios establecidos en la ley provincial 7934, y que vienen a decir que la negativa a la readmisión (rematriculación, como dice la ley) es en primer lugar de carácter excepcional y debe estar fundada en causas «que no deben ser contrarias a los derechos reconocidos en la Constitución Nacional, Tratados Internacionales, en la Constitución de la Provincia de Salta y demás leyes vigentes».

Esto es solo el principio del asunto, puesto que tal y como funcionan las cosas en esta materia, no son los rechazados e inadmitidos los que tienen que demostrar que el colegio ha violado sus derechos fundamentales. Al contrario, formulada que sea la oposición a la negativa a la readmisión, al colegio le incumbe probar que ha cumplido con las normas constitucionales. Y, en el asunto al que todos saben que me refiero, no es cosa fácil.

Y no lo es, por una cuestión de hecho: el supuesto insulto o menoscabo al escudo del colegio no comporta (salvo la interpretación de una mentalidad perversa y retorcida) una falta de adhesión al ideario del centro. Para que algo así fuese posible, el escudo presuntamente agraviado debería haber adquirido, con anterioridad a los hechos, la condición o cualidad de símbolo que resuma tal ideario. En Salta estamos acostumbrados a fabricar símbolos y ya deberíamos estar suficientemente entrenados para distinguir lo que es un simple emblema identitario de lo que es un símbolo inatacable.

Reaccionar frente al menoscabo del escudo como si fuese una ofensa a la divinidad, es propia de los fundamentalismos religiosos y está más emparentada con las reacciones que generan las caricaturas del profeta Mahoma en determinados ambientes culturales que con cualquier otro elemento de nuestra identidad.

Se puede, lógicamente, deducir que quien desprecia el escudo desprecia a la institución, pero esta no deja de ser una deducción, una explicitación de un proceso psicológico que no ha sido ni explorado ni investigado suficientemente, y que entra en contradicción con la pretensión de los alumnos excluidos de solicitar su matriculación en el curso siguiente. Es decir, si los alumnos no comulgaran en realidad con el ideario del colegio, sería lógico que, tras su gesto hacia el escudo, se buscaran otro colegio. Y resulta que han elegido continuar en el mismo, lo cual pone de manifiesto más bien su acuerdo que su desacuerdo con el ideario.

En las últimas décadas se ha atenuado bastante la represión penal de los delitos de ofensas a símbolos y desacato a las autoridades. Solo por poner dos ejemplos, ha desaparecido del Ordenamiento el delito de injurias al Jefe del Estado y en países como España se cuentan varias sentencias que han absuelto a quienes han quemado públicamente retratos del rey.

El fundamento de estas medidas no es otro que el mayor peso que en las modernas sociedades democráticas se asigna al derecho a la libertad de expresión.

Quiérase o no, los alumnos de cuarto año de un colegio religioso también tienen derecho, a pesar de su minoría de edad, a expresarse con libertad; es decir, sin que sus opiniones puedan acarrearles consecuencias jurídicas negativas, a menos, claro está, que el ejercicio de esta libertad se tradujera en perjuicios a derechos aún más importantes como el derecho al honor, a la intimidad o a la propia imagen de las personas.

Un escudo al fin y al cabo es solo un escudo. Es decir, si se lo ha ofendido no se puede interpretar que se ha ofendido también al Espíritu Santo o al sentimiento religioso. Llevar el asunto hasta estos extremos es de un fundamentalismo insoportable. Es como si alguien insultara a otro en la calle, y este, por creerse Dios, lo considera blasfemia y acude a refugiarse bajo las faldas de un fiscal.

Con el debido respeto, ningún colegio es Dios ni su escudo es un símbolo religioso como la cruz o un elemento en el que se encuentren de ningún modo condensados ni su ideario ni su honorabilidad como institución.

La no readmisión es en realidad una forma sibilina y cobarde de negarse a ejercer la potestad disciplinaria, que, como cabe suponer, conlleva el ejercicio del derecho de defensa. El anuncio de no readmitir, sin escuchar las alegaciones de los posibles afectados, no solo es una manifestación de la más pura discrecionalidad -la propia del patovica que intercepta a las personas en la puerta del local- sino que también es la consagración de la alevosía, en cuanto supone la negación total del ejercicio del derecho de defensa frente a una decisión arbitraria.