
La iglesia católica de Salta ha reaccionado como se esperaba al insólito gesto del retiro del crucifijo de la cabecera del recinto de la Legislatura provincial, cedido -también insólitamente- para un acto de naturaleza privada.
Los argumentos de la Iglesia son inobjetables, por donde se los quiera mirar; en especial, la referencia a los criterios expuestos por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el asunto de los crucifijos en escuelas y edificios públicos.
Sin mencionarlo expresamente, el señor Arzobispo de Salta y un sacerdote de su Diócesis se referían al famoso caso Soile Lautsi contra Italia, resuelto por el TEDH mediante sentencia de 3 de noviembre de 2009, en sentido favorable a las pretensiones de la demandante y posteriormente resuelto, en sentido contrario, por la Gran Sala del mismo tribunal, en sentencia de 18 de marzo de 2011.
En la primera sentencia, el TEDH dio la razón a la señora Lautsi, declarando que los crucifijos en las aulas constituyen una violación del artículo 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y del artículo 2 del Protocolo Nº 1, que se refiere al derecho a la educación.
Pero el gobierno italiano, disconforme con esta decisión, la recurrió en enero de 2010 y pidió el envío del caso a la Gran Sala del TEDH, que aceptó ver el recurso. Entre los argumentos del gobierno figuran los que, en grandes líneas, han sido reproducidos estos días por los sacerdotes católicos de Salta; es decir, que se “eliminaba un símbolo de la tradición”, que el crucifijo tiene “una función simbólica altamente educativa” y “no es solo un objeto de culto”, sino “un símbolo que expresa el elevado fundamento de los valores cívicos”.
En fin, que en marzo de 2011 el TEDH volvió sobre sus pasos y terminó dándole la razón al gobierno italiano en este asunto.
Ahora, la jurisprudencia del TEDH ha sido invocada por el Arzobispo de Salta y por un cura del lugar, lo que ha provocado no poca sorpresa.
No porque la cita doctrinaria haya sido imprecisa o errónea, sino porque durante el debate previo a la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación sobre la enseñanza religiosa en las escuelas públicas de Salta, el Arzobispo y sus adjutores defendieron ideas totalmente contrarias a las del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, expresadas tanto en el caso Lautsi contra Italia como en el caso Folgerø contra Noruega.
En efecto, si bien el TEDH, por razones que ya no vienen al caso analizar aquí, ha considerado que los crucifijos en las aulas no violan ningún derecho fundamental de las personas («un crucifijo colgado de una pared es un símbolo esencialmente pasivo, cuya influencia sobre los alumnos no puede ser comparada a un discurso didáctico o a la participación en actividades religiosas»), en los mismos casos a los que se refiere la iglesia católica de Salta ha dicho también el tribunal que «La escuela pública no puede ser el escenario de actividades misioneras o de prédica sino que ha de ser concebida como un foro o lugar de encuentro entre las distintas culturas y religiones, un lugar donde los alumnos puedan adquirir conocimientos sobre sus respectivos pensamientos y tradiciones. Esa obligación, contenida en la segunda frase del artículo 2 del Protocolo Nº 1, prohíbe al Estado perseguir una finalidad de adoctrinamiento que pueda ser considerada no respetuosa con las convicciones religiosas o filosóficas de los padres. Este es el límite que el Estado no puede sobrepasar».
Es curioso, pero hasta hace poco, en la Argentina se consideraba que Europa era la madre de todos los males. Ahora resulta que la vetusta Europa acude en auxilio del Arzobispo, que seguramente atribuyó al demonio (que siempre es europeo, no sudamericano) el haber elaborado esa disgregadora doctrina que dice que las normas del Convenio Europeo de Derechos Humanos y de su Protocolo Nº 1 «generan una obligación para el Estado: la de abstenerse de imponer, ni siquiera indirectamente, unas creencias en lugares donde las personas dependen de él o incluso en lugares donde estas sean particularmente vulnerables». Y que los menores «son de por sí un grupo vulnerable, particularmente sensible, algunos de ellos carecen del criterio o madurez suficiente para distanciarse del mensaje de elección preferente que en este caso el Estado italiano manifiesta en materia religiosa».
Solo falta que Europa, a través de su Tribunal de Derechos Humanos o de cualquiera de sus instituciones, santifique el uso del poncho rojo o vea con buenos ojos el hábito de masticar coca, para que cambie su satánica fama en Salta. En nombre del antieuropeísmo más rancio -conviene no olvidar- se ha quitado del callejero de la ciudad el nombre del Virrey Toledo, y se adora al Señor del Milagro como si hubiese nacido espontáneamente en los mares del Perú y no en los talleres de un delicado artesano sevillano.
En resumen, Europa, para lo que nos conviene. Si es para gastar las divisas que faltan en el país, estupendo. Si es para copiar la moda que viene de París o de Milán, también. Pero para modificar nuestras ancestrales costumbres o hacernos ver de forma diferente en qué está fallando nuestra democracia, para eso Europa no sirve. Es la encarnación del mismo demonio. Aquí en Salta se hace lo que dicen los gauchos y los curas, y, a veces, lo que dice el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero solo cuando coincide con los gauchos y los curas. Esto es lo que se llama «Derechos Humanos a la carta».