
Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. “Quiso Dios dejar al hombre en manos de su propia decisión (Si 15,14.), de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección” (GS 17): «El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 4, 3). (Del Catecismo de la Iglesia Católica).
«La asistencia de los chicos de las escuelas a la Catedral es algo que se hace desde hace décadas. Forma parte de la cultura de Salta». Este es el argumento básico de quienes pretenden encontrar la forma de incumplir la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación sobre los límites de la enseñanza de la religión y las prácticas compulsivas de religión católica en las escuelas públicas de Salta.
Pero ni el hecho de que sea una tradición de décadas ni que las visitas estén incorporadas a nuestra cultura son argumentos decisivos.
Matar mujeres a palos también forma parte de la cultura de Salta, desde hace muchísimos años, y no por eso estamos frente a una tradición que haya que conservar y venerar. ¿Que quién ha dicho que la violencia de género es parte de la cultura de Salta? No hemos sido nosotros, no. Ha sido el gobernador Juan Manuel Urtubey, quien viene utilizando este argumento cada vez que aparece una mujer muerta en alguna cuneta de Salta.
Los cabarets y los prostíbulos del bajo salteño, no solo eran tradición y cultura de Salta, sino una poderosa seña de identidad de una sociedad de moral dual y marcada hipocresía. Sin embargo, hoy están fuera de la ley y realmente son pocos los que abogan por restituirlos.
¿Por qué insistir entonces en desobedecer la sentencia de la Corte Suprema de Justicia? Si lo que nos hace mejores no es rezar (que también) sino cumplir acabadamente con nuestras obligaciones cívicas. La religión católica nos obliga a cumplir la ley y de eso muchos católicos se pueden sentir orgullosos y satisfechos.
Los que, con el fin de «sellar sus mentes y sus corazones» para que la segunda religión de nuestros niños sea el medio ambiente, y les inculcan ideas tan complicadas como «sustentabilidad» y «patrimonio natural de la Tierra», deberían también -ya que están- explicar a los niños las graves consecuencias que acarrea desobedecer un mandato judicial. En una de esas, si los niños, en su infinita sabiduría, se dan cuenta de lo que significa la desobediencia a la autoridad, elegirían ser buenos ciudadanos, sin dejar de ser buenos niños.
No está bien, de ningún modo, enseñar a nuestros niños a transgredir la ley y a saltarse los mandatos judiciales, ni en nombre de la religión, ni de la tradición, ni de la cultura.
Es probable que sin clientes cautivos, como lo son los pequeños que acuden a las escuelas públicas, la Catedral se quede vacía. Pero solo los que desconfían de sus propias cualidades como pastores temen que algo así ocurra en Salta.
Lo que seguramente ocurrirá, si es que se cumple como debe cumplirse la sentencia del alto tribunal federal, es que la temporada de «cultos» se acortará, en beneficio del feligrés y del ciudadano, y si acaso del propio Señor del Milagro y de su Santísima Madre. Un Milagro que se extiende desde finales de julio hasta finales de septiembre es algo bonito, pero francamente agotador.
La fiesta del Milagro en Salta es casi tan larga como los cultos a Güemes, que hasta hace pocos años se reducían a la noche de los fogones y la pascua de resurrección güemesiana del día siguiente, pero que hoy, al calor de la revitalización de la figura del héroe, comienza en febrero y termina en agosto, como quien engancha la «espiritualidad» de Güemes, con la de la Pachamama primero y con la del Señor del Milagro después.
Es imposible que en Salta los niños no vayan a la Catedral durante el Milagro. Los niños irán igual, por las suyas, como corresponde a una sociedad civilizada y creyente.
Lo que no corresponde es que, con invitación o sin ella, con contraturno o con contrapunto, sus maestros los lleven como ovejitas, para que nuestros cómodos pastores, en vez de ganarse deportivamente sus almas, pateando las calles, los encuentren ya a punto de caramelo, sentados disciplinadamente en los bancos de la Catedral.
En un esfuerzo por conciliar la sentencia de la Corte con las Sagradas Escrituras, se podría decir que aquello de «Dejad que los niños vengan a mí», debe entenderse como «Dejad que los niños vengan a mí, pero cuando ellos quieran».