Sobre el uso del nombre 'organismo de Derechos Humanos'

  • La utilización descontrolada de la denominación 'derechos humanos' para identificar a una parcialidad social, política o ideológica, contribuye a la pérdida de eficacia de las instituciones y mecanismos creados para asegurar la vigencia de aquellos derechos y evitar los atropellos a la dignidad de las personas, sin distinción de clase ni condición.
  • Una cuestión de nombres
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Si alguna característica filosófica identifica y singulariza a los Derechos Humanos, esta es su universalidad. De ella se deriva otra, algo menos filosófica, que impide que esta clase de derechos pueda ser apropiada por una categoría de personas que los utilice para menoscabar a otras.


Algo de esto sucede actualmente en la Argentina, país en el que pocos discuten el papel positivo que han jugado algunos grupos de activistas organizados en la búsqueda de la verdad histórica sobre los crímenes cometidos en el país en las décadas pasadas.

Pero confundir entre las contribuciones pasadas y las visiones unilaterales y sobreideologizadas del presente conlleva el peligro de la disgregación social y el de la anulación de los derechos fundamentales del hombre como herramienta para la defensa de los individuos y de sus sociedades.

Es decir que, sin reconocer la decisiva contribución al crecimiento de la sociedad y a la decencia colectiva que en el pasado han realizado algunos grupos, es imposible criticar hoy el uso parcial y limitado que se viene haciendo de las expresiones «organismo de Derechos Humanos» u «organización de Derechos Humanos» por parte de algunos que, más por conveniencia que por ignorancia, pretenden que, una vez superada la fase histórica de su contribución al resplandecimiento de la verdad, los Derechos Humanos sean considerados como algo que les pertenece en exclusiva y que puede ser utilizado a voluntad, no para asegurar el respeto de la persona humana como tal, sino para perpetuar una determinada interpretación de la historia.

«Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Así lo expresa el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Pero a pesar de la claridad de esta enunciación fundamental, los propios expertos han considerado que sobre la misma es necesaria una reflexión profunda que contribuya a aclarar su preciso alcance. El riesgo de no reflexionar sobre ello es precisamente que la interpretación parcial, sesgada o partidista de esta clase de derechos conduzca a su inminente inutilidad.

Lo primero que los expertos han dicho al respecto es que no se trata aquí de ciudadanos, de personas de una nacionalidad determinada o de cualquier grupo social organizado. Se trata «del hombre en tanto que entidad ontológica completa, determinada e independiente».

Son el carácter y la esencia universal de estos derechos los que aseguran su vigencia fuera de toda consideración cultural, espacial o social. Sea que se considere a los Derechos Humanos de este modo, o sea que se los considere como unos derechos que nacen que la propia naturaleza, lo cierto es que utilizarlos como denominación protectora de una ideología determinada, cualquiera esta sea, no solo desconoce la esencia universal de los Derechos Humanos, sino que también tiende a negar que la «humanidad» que estos derechos protegen se extienda más allá de las fronteras, necesariamente acotadas, de un determinado pensamiento político.

En el abuso de la denominación para designar a activismos variados, pero generalmente de izquierdas, se advierte un exceso en la difusión de estas prerrogativas como meros derechos subjetivos, que de algún modo ha desembocado en una disociación de los derechos del hombre de su principio universal.

Detrás de esta apropiación del nombre se oculta una paradoja que no se puede pasar por alto. Los derechos del hombre son proclamados por primera vez en 1789, han sido ratificados por el preámbulo de las constituciones francesas de 1946 y 1958 y enunciados con pretensión de validez universal por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948. Son, por así decirlo, productos revolucionarios de la ideología liberal y de la filosofía de las luces, que aborrecen la mayoría de los grupos que se han apropiado de los derechos humanos y los utilizan en sus propias denominaciones partidarias.

Lo que está sucediendo en la Argentina es todavía más paradojal, puesto que ni siquiera se trata de la emergencia de un pensamiento original que aboga por colocar a la cultura nacional por encima de la universalidad de los derechos, como sucede con algún movimiento relativista en Europa. Es sabido que en este continente hay movimientos que pretenden encorsetar la noción de derechos humanos y entenderla como una creación simplemente europea, como un producto típico de la cultura occidental clásica y como uno de los vectores del imperialismo cultural y político de las democracias liberales avanzadas. La contradicción fundamental en la Argentina consiste, pues, en considerar a los derechos humanos cada vez como más universales, pero, al mismo tiempo, más vacíos de su sentido original y abiertos a una interpretación personal y relativista, pero no en clave nacional sino en clave de ideología doméstica.

Dicho en términos más simples y más breves, que no se pueden cometer atropellos contra la dignidad humana, cualquiera sea el daño que otra persona haya provocado a los mismos derechos de sus semejantes, en nombre de los derechos humanos. No se puede deshumanizar a los derechos humanos ni negarle su alcance universal en nombre de unos objetivos políticos que legítimamente se pueden perseguir sin abusar de una denominación y de una idea que han nacido para cobijar y para servir a todos, sin distinción de nacionalidad, de raza, de sexo, de credo religioso o de convicciones políticas.

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