
Aunque forzados por las circunstancias, dos jueces de la Provincia de Jujuy han acordado convertir la prisión preventiva de Milagro Sala en arresto domiciliario con vigilancia electrónica, tal y como lo había solicitado el mes pasado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Como era de suponer, la decisión les ha caído como una piedra a aquellos que, como el Gobernador de Jujuy, piensan que Milagro Sala merece sin dudas estar en la cárcel, y también a esos otros que entienden que los castigos penales no solo deben ser visibles y efectivos sino también ultrarrápidos.
Pero dejando a un lado la tristísima contribución del gobernador Gerardo Morales al crecimiento y auge del populismo punitivo en la Argentina, la verdad es que Milagro Sala, como cualquiera otra persona sobre la que no pesa (todavía) una sentencia firme, es una presunta inocente, y, como tal, sus derechos deben ser respetados, aunque poca gracia nos haga y aunque esta mujer haya pisoteado cómo y cuándo le vino en gana los derechos de los demás.
Pero hay que saber, o no perder de vista, que los juicios populares sumarísimos no existen en la Argentina, más que en la frondosa y revuelta imaginación del señor Morales y para otros de su mismo pelaje, que consideran que aquel viejo principio de que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario es un adorno «progre» de los instrumentos internacionales que protegen los derechos humanos.
Los jueces argentinos -especialmente los de las provincias más atrasadas y con una cultura jurídica más endeble- abusan notoriamente de la prisión preventiva, corrompen sus mecanismos y desvirtúan su finalidad, que no es, como muchos suponen, la de imponer un castigo penal anticipado sino, solamente, la finalidad instrumental de asegurar el proceso, la disponibilidad del reo a los requerimientos del juez y la efectividad de una eventual sentencia condenatoria.
Dicho en otros términos, que el 80 por ciento (o quizá más) de las personas que defienden que Milagro Sala debe cumplir su prisión preventiva «en una cárcel común» piensa que es justo que así lo haga porque las tropelías ha cometido esta mujer -que son muchas y muy graves- merecen que se le aplique esa medida tan inmediata como discrecional. El restante 20 por ciento piensa, con mucha mayor sensatez, que debe estar en la cárcel para evitar que se fugue, que destruya pruebas, que coaccione a testigos, etc.
Parece una obviedad pero conviene aclararlo: no hay, no debiera haber jamás, «cárceles comunes» para quienes cumplen prisión preventiva. Quienes alientan que los detenidos no condenados se mezclen con la población carcelaria común generalmente tienen una idea más bien fantasiosa del mundo penitenciario: sueñan con las peleas en las duchas, los navajazos en el patio de reclusas y la sodomización reglamentaria.
Pero mientras la prisión preventiva puede servir para que el proceso no sea un brindis al sol y que los reos puedan eludirlo a voluntad, desde luego no sirve ni debe para imponer sufrimientos y penurias a aquellos cuya culpabilidad no ha sido declarada en firme por ninguna autoridad competente. Pero la gente cree lo contrario porque el imaginario colectivo, azuzado muchas veces por la prensa, le asigna a este instituto procesal una función represiva de la que carece y porque los jueces se aprovechan de esa debilidad y de la creencia tan extendida de que la cárcel es la primera respuesta del sistema (y no la última) para reivindicar y ejercer un poder exorbitante sobre la libertad de las personas.
Evitar el riesgo procesal, en casos como el de Sala y de otros reos de su misma peligrosidad, se puede moderar o incluso anular de una forma bastante efectiva mediante otras medidas cautelares menos gravosas, como es el caso de las que han dispuesto ahora los jueces Gastón Mercau y Pablo Pullen Llermanós, bien es cierto que obligados por el enorme peso y la autoridad de la CIDH.
Por supuesto, el que Milagro Sala deba ir o no a la cárcel es una decisión que tienen que adoptar los jueces; pero no estos jueces, sino otros: los que la ley prevé que tengan que juzgarla, en un proceso abierto, contradictorio y con defensa plena. Los magistrados que instruyen las causas solo pueden enviarla a prisión -a ella y a cualquier reo- por motivos sumamente excepcionales, que, aunque están minuciosamente tasados en la ley, los jueces sin embargo interpretan a su antojo, muchas veces «para calmar a las fieras»; es decir, para contentar a aquellos ansiosos que quieren ver la carne colgada de las gancheras en pocos días.
El sistema judicial argentino se prestigiará -al menos así lo espero- si la Provincia de Jujuy es capaz de juzgar y condenar a Milagro Sala de una forma leal, transparente, sin atisbos de venganza política y con pleno respeto a sus derechos fundamentales. Porque respetarlos es no es «conceder un privilegio» a la detenida, como equivocadamente sostiene el Gobernador de la Provincia, sino que es la forma que tienen las instituciones de decir que vivimos en una sociedad civilizada en donde la venganza y el odio no ocupan el lugar de la Ley. Solo en la medida en que los juicios se celebren bajo estas premisas se conseguirá un castigo justo y se reforzará la confianza en la justicia.
De cualquier otro modo, por ejemplo echando sapos y culebras contra la CIDH, pronunciando condenas anticipadas, insultando a la presa o negándole el más básico de todos los derechos fundamentales que es el de la presunción de inocencia, como está haciendo ahora mismo el irresponsable Gerardo Morales, con el pico calentado por los votos y los perfiles falsos de Twitter, cualquier castigo que se imponga a Sala -aun el castigo justo- será un paso en falso para el Estado de Derecho argentino.
Con suerte, esta decisión forzada de los jueces jujeños puede señalar un antes y un después en la hasta hoy negra historia de la prisión preventiva en la Argentina. Tal vez, el enjuiciamiento de Sala en condiciones dignas y respetuosas de la legalidad produzca una ruptura definitiva en esta perversa línea de aplicación automática de la prisión preventiva como un castigo penal para quienes aún no han sido legalmente castigados.