
Por estas horas, la situación de los fiscales penales de Salta es sumamente incómoda, por no decir delicada. En un mundo de noticias virales que rápidamente capturan la atención de nuestros teléfonos y dispositivos móviles, es casi imposible pensar que ningún magistrado de Salta es capaz de enterarse hoy de lo que pasa a su alrededor. Se corre el riesgo de que el mundo piense -y con razón- que nuestros fiscales escuchan las noticias a través de radios a carburo, leen los periódicos impresos en papiro o reproducen los vídeos de YouTube por victrola.
Si algo como esto sucediera -es decir, que el mundo supiera que nuestros fiscales viven en un frasco y utilizan tecnologías de información anteriores a Guillermo Marconi- se pondría automáticamente en entredicho la presencia del jefe de la tribu (el Procurador General de la Provincia) en la «mesa» nacional de reforma del Código Penal, y la consideración que le dispensa el despistado ministro Germán Garavano al jefe de los fiscales salteños se podría desmoronar en cuestión de minutos.
Los ciudadanos -no necesariamente técnicos en Derecho- no entienden ni entenderán jamás cómo fue posible que una fiscal abriera un proceso penal desmedido contra un exintendente municipal, sin mediar denuncia, y que por una sola foto borrosa publicada en un diario local imputara al exintendente el único delito de acción pública que podía colar, y, al mismo tiempo, que el conjunto del cuerpo fiscal haya decidido, con sincronización coral, mirarse el pupo (*) frente a los avasallantes indicios de criminalidad que surgen de un libro publicado por un periodista investigador independiente y de un documental que han visto cientos de miles de personas en todo el mundo, incluido Salta.
Un edificio de impunidad como este no se puede sostener con un dedo. En juego, nada menos que el deber que tienen el Procurador General de la Provincia y sus fiscales de velar por la legalidad y la regularidad del procedimiento penal. Una mínima sospecha de que el Ministerio Público Fiscal no cumple o no ha cumplido con este deber primordial colocaría a quien lo dirige en una clara situación de juicio político.
Es cierto -no hay por qué negarlo- que la sola posibilidad de que se proceda a la reapertura del procedimiento judicial encaminado a encontrar la verdad y castigar a los culpables del crimen de las turistas francesas inquieta a mucha gente importante en Salta. No deberíamos alarmarnos por esto, sino preguntarnos las razones por las cuales hay gente importante temerosa. ¿No es acaso Salta un paraíso en materia de garantía de los derechos y libertades individuales?
Correspondería preguntarse también por qué motivo ocupa más espacio entre nuestras preocupaciones (sea para extender las suspicacias, sea para reducirlas) la posible pero aún no demostrada conexión entre el crimen y ciertos personajes poderosos, que la clamorosa situación de un ciudadano que para estas fechas cumple ya un año de su irregular condena a prisión perpetua, sin que nadie, con autoridad o sin ella, haya encontrado una sola prueba en su contra.
Santos Clemente Vera, casi tanto como la memoria de aquellas dos inocentes visitantes, son los verdaderos motores de la reapertura que se avecina. Cualquier intento de volver sobre los pasos procesales y revisarlos, que tuviera por objeto culpabilizar o exculpar a personajes prominentes cercanos al poder político constituiría una afrenta a los derechos del preso y un insulto al recuerdo de las fallecidas.
De lo que se trata aquí es de volver a abrir no solo el asunto principal, sino acometer una investigación seria y profunda sobre todos los asuntos conexos que han contribuido a ocultar la verdad del suceso: las torturas a los detenidos, el plantado de pruebas, la dirección política de la instrucción, la muerte del comisario Piccolo, la destrucción de pruebas y otras tantas conductas que todavía faltan por salir a la luz.
Por tanto, quienes piensan que la reapertura por la que clama un amplísimo sector de la opinión pública salteña es un arma arrojadiza contra un gobierno o un político en concreto, no hace otra cosa que rebajar al máximo el valor y la seriedad de las instituciones de Salta, cuyo prestigio, aun en momentos tan delicados como este, es deber de todos preservar. La democracia muere en la oscuridad.
(*) Pupo es el nombre que los salteños le dan al ombligo