
El impactante documental emitido ayer por la cadena francesa M6 nos ha dejado algunas imágenes tatuadas en nuestra retina, como la de una jovencita que afirma ser la autora de la carta anónima en la que se mencionan los nombres y apellidos de los supuestos verdaderos culpables del crimen de las turistas francesas.
Pero también ha dejado otras imágenes imborrables, como la de un apagado y doliente Jean-Michel Bouvier, refugiado en una especie de minibosque urbano, en el corazón del quinto arrondissement de la capital francesa.
En aquel lugar, convertido por su propietario en un santuario, Jean-Michel exhibe a los documentalistas las fotos de su hija Cassandre, de adulta y de niña. «Una niña sabia», dice su padre.
Pero además de los retratos de Cassandre, aquel salón atesora otros elementos simbólicos que hablan con bastante elocuencia del carácter cosmopolita de su morador. Por ejemplo, una enorme bandera de Guatemala que cuelga de la pared principal.
Sin embargo, lo que más ha llamado la atención del lugar, es la bandera de la Provincia de Salta que Jean-Michel tiene cubriendo el sofá principal de la estancia.
No hay un retrato del gobernador Urtubey, pero sí una bandera que tal vez exprese el cariño que el dueño de casa siente hacia ese terruño que -al revés de Guatemala- solo le ha traído amarguras y dolor. Hay que tener un espíritu muy grande para terminar queriendo a la tierra que nos ha arrebatado a un ser querido.
Bouvier sabe, o debería saber, que las simpatías que generó su valiente postura frente a la venalidad judicial y a los excesos policiales se han ido diluyendo, al compás de sus oscilaciones anímicas. Sabe o intuye que los familiares de las otras víctimas ya no lo ven como «uno de los nuestros» y que ha pagado un precio muy alto por haber confiado en el gobierno y en los jueces.
Pero, inasequible al desaliento y por encima de las antipatías que su renuncia al combate ha propiciado, el hombre parece llevar a Salta prendida en un rincón de su alma. Esa bandera no está allí por casualidad.