
El final del calvario de Carrera y de su familia se produce después de una retahíla de resoluciones judiciales concordantes que declararon, sin apenas margen de dudas (con un llamativo grado de certeza), que el imputado era culpable no solo del homicidio de tres personas sino también autor de un robo y de otro delito de portación de arma de guerra.
La similitud del caso conocido como de la Masacre de Pompeya con la injusta condena del jardinero Santos Clemente Vera, decidida por los tribunales de justicia provinciales de Salta, es muy estrecha, excepto en un punto: Carrera fue declarado culpable y condenado por todos los tribunales por los que pasó antes de que el asunto fuese sometido a una decisión definitiva de la Corte Suprema de Justicia. Vera, en cambio, fue absuelto en el único juicio plenario celebrado en su contra con plenas garantías de contradicción, por aplicación del beneficio de la duda, según el voto de dos de los tres magistrados que integraban el tribunal que lo juzgó.
En la historia de la justicia penal, no solo argentina sino de todo el mundo, la proporción de asuntos ya sentenciados que pasan de la duda a la certeza absoluta es, aproximadamente, de 10.000 a 1; mientras que los casos inversos (las certezas declaradas judicialmente que luego se convierten en dudas), aunque poco frecuentes, son muchísimo más abundantes.
La duda, entendida como la suspensión o indeterminación del ánimo entre dos juicios o dos decisiones acerca de un hecho, se puede transformar lógicamente en certeza, pero nunca en base a los mismos e idénticos presupuestos de hecho que la motivaron. Es decir, que si tras la duda no aparecen nuevos elementos de convicción que contribuyan a despejar el panorama, la duda de un ser humano, racionalmente fundada, no puede ser reemplazada por la certeza -igualmente racional- de otro.
Si la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha advertido en el caso Carrera una gigantesca operación de manipulación de pruebas y de argumentos para propiciar la condena de un inocente, mucho más fácil lo tendrá con el caso Vera. Así será porque el tribunal que condenó por primera vez al jardinero salteño no ha mandado a practicar ninguna prueba o diligencia conducente a despejar las dudas declaradas por el tribunal juzgador. Si la manipulación de evidencias durante la etapa instructora en el caso Vera ha provocado dudas razonables en los jueces que juzgaron cara a cara al acusado, el hecho de que las mismas pruebas generen, pocos meses después, una certeza absoluta en jueces (mucho menos experimentados) que solo han examinado papeles y que no han llamado jamás a su presencia al acusado, ni a los peritos cuyas conclusiones aparecen enfrentadas, solo puede ser producto de una sospechosa manipulación, no ya probatoria sino esta vez argumental.
Una de las grandes falacias que se intenta hacer creer a los ciudadanos es que el principio penal in dubio pro reo solo se puede aplicar a quienes son inocentes. Se trata de una construcción interesadamente falaz, por cuanto este beneficio en realidad aprovecha y debe ser aplicado a todo aquel que tenga ciertos indicios de culpabilidad en su contra, mientras tales indicios no generen, por supuesto, una certeza indubitada.
En el proceso penal, para que los indicios alcancen valor probatorio, siempre es preciso que el juez o tribunal muestre unos hechos (los indicios) cuya certeza esté plenamente probada, que no son los constitutivos del delito, y que, mediante un razonamiento lógico, coherente y racional -y por tanto no arbitrario ni subjetivo- elaboren una base lo suficientemente firme para inferir de ellos la culpabilidad del acusado o acusados.
En otros términos, lo que vale (en ciertas ocasiones) para justificar una detención meramente preventiva, no vale para desvirtuar la presunción de inocencia y para fundar una condena; mucho más si esta es de por vida.
Lo que parece evidente es que en el caso de Santos Clemente Vera tales indicios no existen (nunca han existido como tales) y que su condena a prisión perpetua ha sido solamente posible gracias la reinterpretación voluntarista de una prueba no concluyente que arrojó como resultado una muy débil probabilidad de participación del acusado en el hecho delictivo.
A la Corte Suprema de Justicia de la Nación no le parecerá seguramente banal el hecho de que la condena original por un tribunal que no celebró vista pública alguna, y que adoptó a puertas cerradas, en la intimidad de unos despachos, sin luz ni taquígrafos, la decisión de enviar a un hombre a prisión de por vida, haya conculcado una larga lista de garantías procesales que forman parte de los derechos fundamentales de todo ser humano.
La absolución definitiva de Fernando Carrera así lo demuestra y su doloroso caso abre una luz de esperanza para todos aquellos salteños de bien que, por respeto a las víctimas pero también por un elemental reflejo de defensa de la honorabilidad de la sociedad en la que viven, desean que el crimen de las turistas francesas tenga un final acorde con los principios morales y jurídicos que imperan en las sociedades más justas y civilizadas del planeta.