Jean-Michel Bouvier, un citoyen en colère

Cuando el pasado 10 de diciembre -el mismo día en que se produjo el recambio presidencial en la Argentina- entrevisté en París a Jean-Michel Bouvier, tuve en frente mío a un hombre entero, táctico, prudente e ilusionado.

Habían pasado solo unas pocas semanas desde que él enviara las famosas cartas abiertas en las que avisaba de que su paciencia estaba al límite y que tenía de algún modo todo dispuesto para «passer à l'acte», en caso de que sus cálculos y sus pronósticos no se cumplieran.

Tengo en mi memoria haberle advertido -ahora pienso que no con la firmeza que hubiese sido necesaria- que la formalidad que él daba por descontada en algunos responsables políticos y judiciales, así como su confianza en que algunas cosas marcharían por los senderos que él previó en su mesa de arena, suponían jugarse un albur.

Siete meses después, Bouvier es otra persona. Menos entero quizá, más táctico que antes, tal vez igual de prudente, pero sin dudas mucho menos ilusionado. Y, desde luego, mucho más insatisfecho. Los españoles dirían que está «cabreado».

Ayer lo dejó muy claro en un encuentro con la prensa realizado en Salta. Está muy bien que la gente lo reconozca en la calle, le dé palmadas de apoyo y que le diga que comparte su lucha. Pero lo que necesita Bouvier para poder concretar su legítima aspiración de justicia no son las palmadas de transeúntes empáticos ni la solidaridad verbal del activista virtuelmente anónimo que le apoya en la redes sociales, sino el compromiso activo de «gente importante» de Salta.

Él lo tiene muy claro. En Salta es la «gente importante» la que corta el bacalao. Los demás son buenos para aplaudir, pero no para tomar las decisiones que se necesitan en este momento tan delicado. Muchos de los que allí le soban la espalda y lo arropan con buenas palabras son amigos de alentar con aquello de «animémonos y vayan».

Alguna vez nos preguntamos en estas mismas páginas dónde están las personas decentes de Salta; por qué motivo los influyentes se esconden, por qué razón los que podrían hacer algo para los crímenes no queden impunes no hace nada, y por qué Jean-Michel Bouvier no cuenta hoy con apoyos más decisivos y se ve obligado a depender de medias palabras, de sonrisas distantes y cartas anónimas.

Buena parte de la culpa la tiene el propio Bouvier, al dejarse representar por unos abogados tercermundistas que parecen estar defendiendo a los victimarios y no a las víctimas. Buena parte de la explicación de por qué nuestro «citoyen en colére» no ha hecho aún ese clic que se requiere para «passer à l'acte» y «brisser les chains» que lo mantienen prisionero de la perversa red de influencias asimétricas que el poder ha desplegado a su alrededor, se halla en la absurda dependencia, tanto jurídica como emocional, de un asesoramiento que en cinco años no ha hecho otra cosa que hundirlo.

Bouvier sabe, como saben muchos, que no se enfrenta a unos delincuentes en busca de impunidad sino que su adversario en esta lucha es el gobierno o, para mejor decir, el poder oculto de Salta, tan ligado al gobierno que es casi imposible distinguir entre uno y otro. A los primeros quizá se los pueda enfrentar con la ley en la mano, siempre y cuando se tenga la suerte de contar con jueces valientes e independientes. A los segundos, en cambio, es muy difícil enfrentarlos a cara descubierta si no es con un coraje cívico prueba de cañonazos.

Se necesita, pues, que alguien con poder y que al mismo tiempo tenga «des couilles» (una expresión probablemente sexista pero muy gráfica para referirse al coraje) para desencadenar una catarsis, procesal y política que permita de una vez por todas enderezar la maquinaria institucional hacia el hallazgo de la verdad y la realización de la justicia.

Bouvier no puede hacerlo solo. Eso está claro. La ayuda que le brindan los familiares de las otras víctimas es importante -evidentemente muy significativa- pero, como todos los gestos simbólicos, es insuficiente cuando lo que se necesita es tomar al toro por los cuernos. Todos buscan lo mismo desde hace años y comparten más frustraciones que alegrías. La simpatía de las feministas también es útil, pero fragmentaria, pues una buena parte de las que deberían hablar, callan a cambio de un sueldo en el gobierno.

Para cualquier persona, aun para aquellas sin cualidades extraordinarias, es injusto que los salteños (me incluyo) hayamos acabado con la vida de dos jovenes inocentes, reducido a sus familias a escombros, hecho el ridículo jurídico internacional más grande de la historia de Salta y que, al final, los culpables no aparezcan. Que «Salta se encuentra en deuda de justicia con Bouvier» fueron las primeras palabras que le dije, en mi precario francés, aquella tarde fría de diciembre cuando nos encontramos en el Sarah Bernhardt de París. Se ve que Jean-Michel no las ha olvidado, porque las ha repetido tal cual en Salta. Me alegro mucho de ello.

Lo que temo es que un día ese hombre decidido al que conocí en París, ese ciudadano ejemplar y comprometido, esa mente privilegiada de la Ilustración, abandone la lucha y un día se convierta en una sombra errante de barba blanca y pómulos hundidos, condenada a escribir versos de pena en los muros, a cantar la Marsellesa con acento cerrillano en el Parque San Martín y a arrastrar cadenas eternas como un duende anónimo e inane. Todo porque unos bárbaros que nacieron en el mismo lugar que yo y que estudiaron lo que yo estudié le han negado lo último que se le puede negar a un ser humano: una justa reparación por la muerte de un hijo.

Algún salteño con influencia habrá al que le parezca una tremenda injusticia no proceder inmediatamente a la reapertura de la investigación judicial, como reclama Bouvier, en nombre de algo que, tanto en Salta como en Francia, se llama con un solo nombre: Justicia.