
Manuelito, que también marchó, no se fue sin embargo por las suyas sino porque una jueza competente en la materia dictó contra él una contundente orden de alejamiento. No se trató, por tanto de una marcha voluntaria, ni tuvo por objeto ir a embellecerse a París.
Aparte de algunos parientes, de muchos amigos en común y de un sueldo del Estado, Manuelita y Manuelito tienen pocos puntos de contacto. Los une, sin embargo, una sórdida historia de denuncias no adveradas por los jueces y un debate muy desparejo sobre la presunción de inocencia.
A Manuelita la perjudicó la lentitud de la justicia. Algo realmente extraño para alguien que se fue a París un poquito caminando y otro poquitito a pie.
A Manuelito, en cambio, le pasó lo que a la tortuga de la canción de la Walsh: «se escondió bajo un colchón cuando la Revolución, y al oír la Marsellesa se asomó con precaución». Seguramente debe haber sido esa parte del himno que advierte de que feroces soldados vienen a cortar las gargantas de nuestros hijos y de nuestras mujeres.
Las diferencias se ahondan si tenemos en cuenta que Manuelita, que tardó tantos años en cruzar el mar, se volvió a arrugar en París y por eso regresó. Pero no solo por eso, sino porque después de su experiencia en la Ciudad Luz, decidió finalmente ir en busca de su tortugo, que la estaba esperando en Pehuajó.
Manuelito, en cambio, no volvió. En parte porque la jueza se lo tiene tajantemente prohibido y en parte también porque, sin haberse ido a París, en una tintorería lo pintaron con barniz, lo plancharon en francés, del derecho y del revés, y, además, le pusieron peluquita y botines en los pies.