
(LUIS CARO FIGUEROA - PARÍS - 18.50 H) - Hoy, domingo 13 de diciembre, se cumple un mes exacto de los atentados de París, que dejaron 130 muertos, 352 heridos y una herida profunda en un país que, aún hoy, sigue envuelto en una atmósfera de temor generalizado.
90 de aquellos muertos se produjeron en el ataque suicida a la sala Bataclan, ubicada en el 11º arrondissement de la capital francesa, en pleno Boulevard Voltaire.
Esta tarde he visitado este lugar, hoy convertido en una especie de catedral del dolor, en donde todavía arden las velas y ondean las banderas que miles de ciudadanos de todo el mundo han colocado a ambos lados del boulevard para homenajear a los muertos.
El anuncio de que el Ayuntamiento parisino iba a levantar las flores, los carteles y las banderas para llevárselos a otro lado, precipitó mi visita a este improvisado monumento a la memoria, cuya particular arquitectura no impide que se haya convertido en un símbolo, no ya del dolor, sino de la expresión espontánea y libre de una sociedad que, para enviar al mundo nuevos mensajes de tolerancia, no ha dudado en desafiar las restricciones a las libertades impuestas por el gobierno a través del estado de urgencia.
Solo un policía que controlaba el cruce peatonal y que detenía, según fuese necesario, el tráfico de vehículos que venía del norte, para que los dolientes pudiéramos colocarnos frente a las vallas del Bataclan, daba voces a los transeúntes. Todo lo demás era silencio. Los coches pasaban sin acelerar ni hacer sonar sus bocinas. De vez en cuando se escuchaba el chasquido de una cámara réflex, pero poco más.
En ese momento me pareció imposible que en este lugar tan particular se pudiera alguna vez volver a bailar, a hacer un concierto o un espectáculo cualquiera. La historia ya está escrita en los muros de este viejo edificio, construido en 1864, que fue escenario de las brillantes actuaciones de un joven Maurice Chevalier.
A pesar de que sus propietarios han anunciado que volverán a reabrir la sala a finales del año próximo, tengo la impresión de que el Bataclan tiene un claro destino de santuario, en donde cualquiera, de la nacionalidad y religión que sea, puede abstraer el espíritu de todo lo terreno para dedicarse a la meditación o a la contemplación.
En ese interminable tapiz de flores he hallado mensajes conmovedores, escritos en lenguas muy variadas. Espero que el Ayuntamiento, si finalmente decide levantar todo aquello, conserve estos mensajes y los publique para que todo el mundo pueda leerlos. Y espero también que este lugar tan particularmente impresionante se convierta en un espacio de encuentro y de intercambio intercomunitario con un solo objetivo: la unidad de los pueblos por la paz.

