
A las pocas horas, el mismo diario reemplazó la foto en cuestión por otra en la que ya no se ve la calle destrozada y sí en cambio la fachada de unas casas de la zona.
Es muy probable que a la etérea Intendenta Municipal de la ciudad no le haya hecho gracia que el diario de propiedad de su familia mostrara el pésimo estado de unas calles que atraviesan lo que muchos consideran el macrocentro de la ciudad y que rápidamente hubiera ordenado cambiar la foto, que dejaba en evidencia la muy discutible calidad de su gestión.
Evidentemente, alrededor de aquella esquina no hay infraviviendas, pero no se puede decir que se trate de un barrio en el que residan personas de altos ingresos.
Aun así, a pocas cuadras del centro de la ciudad, el paisaje urbano es muy pobre (casas mal construidas, arbolado urbano deficiente, vías deterioradas, mobiliario urbano casi inexistente, etc.). Probablemente quien circula por allí todos los días ni siquiera se da cuenta, pero no hace falta echar mano de subjetividades para concluir que aquella esquina -como muchos otros rincones de Salta- forma parte de aquella ciudad que no nos gusta mostrar a los visitantes.
Desde luego, la situación es mucho peor en otros barrios de la ciudad capital de la Provincia, algo más alejados del centro, en donde proliferan los asentamientos y las personas se hacinan en infraviviendas. Es este un tema muy interesante, pero lo dejaremos para otra oportunidad.
Lo que nos interesa ahora es poner de relieve que lo que llama la atención de este complejo paisaje son dos realidades completamente diferentes: 1) la cantidad de urbanizaciones y barrios privados en los que se han construido viviendas de lujo, pero que sin embargo carecen de elementos comunes básicos o de calidad (pavimento, transporte de energía, alumbrado público, mobiliario urbano, arbolado, saneamiento deficitario, lugares para depositar la basura, etc.), y 2) los barrios horribles inventados por el gobierno y que tienen por excusa la construcción de viviendas públicas de ínfima calidad.
Al final, la ciudad se aparece ante nuestros ojos como un gigantesco escaparate de la desigualdad. Pero sin duda nos llama la atención que los ricos no se den cuenta que viven como pobres y que los pobres no reclamen -por lo menos de una forma visible- su derecho a vivir mejor.
A menudo, los que se quejan de nuestras deficiencias urbanas le echan la culpa a los políticos, pero estoy convencido de que sucede exactamente al revés. En mi opinión, es la mala calidad de la ciudad la que nos condena a tener políticos banales, poco preparados y despreocupados por los equilibrios de su entorno más cercarno.
Pero esto, que no es una tesis descabellada ni mucho menos, es como el huevo y la gallina. Porque la ciudad es el lugar de intercambio y de cooperación por antonomasia. Es el lugar privilegiado para el despliegue de la convivencia y de la solidaridad. Como alguna vez escribió Ralf DAHRENDORFF, «la ciudad es cálida y es el contrapeso de la democracia, que es frígida».
Una ciudad pobre, mal diseñada y peor construida solo puede generar ciudadanos escasamente inclinados al intercambio y a la cooperación, que es lo mismo que decir, ciudadanos muy mal preparados para la democracia.
El derecho a la belleza
Cualquier habitante de nuestra ciudad, sea cual sea el lugar en el que resida y su nivel social, tiene derecho a disfrutar de la belleza de su ciudad. Pero no solamente allí donde la ciudad es supuestamente agradable a la vista, sino también en el propio lugar en el que viven.Este derecho a la belleza incluye el derecho a habitar en viviendas bien diseñadas, ubicadas en urbanizaciones también planificadas de antemano con criterio estético y funcional, a disfrutar de entornos agradables, a encontrarse con materiales nobles y sanos en los espacios públicos y a acceder a equipamientos urbanos que sean útiles y culturalmente significativos a la vez.
No hay derecho, por tanto, a que el gobierno construya -como lo está haciendo desde hace años- viviendas públicas de mala calidad, con materiales inadecuados y poco sostenibles, sin ningún criterio estético.
En los barrios más alejados, en los que la mayoría de sus habitantes son personas de bajos ingresos, el lujo es una forma de justicia.
En vez de plantar casas diseñadas apresuradamente con criterios arquitectónicos de los años 70 del siglo pasado, el gobierno debería pensar menos en el resultado de las elecciones y más en la necesidad de contribuir a dar visibilidad y reconocimiento a sus habitantes.
Como ha escrito el experto Jordi BORJA, «Los pobres tienen derecho a enorgullecerse de sus viviendas y de su barrio».
Construir barrios para pobres en Salta es sinónimo de construir ghettos o, en el mejor de los casos, expresión de un experimiento social de asignación de las personas a sus orígenes. Una política equilibrada de acceso a la vivienda pública no debe fomentar la erección de ghettos, sino apostar por la integración, la mezcla y la diversidad social, objetivos que deben verse reflejados en la arquitectura y en el urbanismo. La calidad de vida está relacionada también con la diversidad que se encuentra en diferentes zonas de la ciudad.
Cuando pensamos en una ciudad viable y atractiva, antes que funcional, pensamos también en la creciente incapacidad de los políticos que conocemos para gestionar un sistema urbano complejo que demanda respuestas urgentes. Casi nadie en Salta es capaz de imaginar que una política muy poco preparada como la siempre sonriente (aunque cada vez menos) intendenta Bettina Romero pueda darle a la ciudad algún tipo de solución eficiente. Y como ella, hay decenas de políticos igual de intrascendentes, igual de incapaces y, si acaso, también, igual de dañinos.
Aun en el supuesto de que alguien, desde la filosofía o la ciencia constitucional, se negara a admitir la existencia de un derecho a la belleza, de lo que no cabe dudar es de que nadie -mucho menos el gobierno- puede condenarnos a convivir con la fealdad por el solo hecho de que seamos pobres.
El derecho de acceso a la vivienda pública no puede ejercerse desde el individualismo más egoísta sino pensando siempre en el bienestar común y en la ciudad, no como un depósito de individuos, sino como un espacio creativo en el que ocupen un lugar privilegiado la convivencia, la negociación y el intercambio. El mal llamado sueño de la vivienda propia -expresión típica de un complejo de inferioridad cívica agudo- debe ser reemplazado por la aspiración compartida a un espacio común en el que la tentación funcional deje paso a la necesidad de asegurar el disfrute estético.
Tal vez si apostáramos por hacer florecer a nuestra ciudad y poner en sintonía la belleza del entorno natural con la de nuestras creaciones culturales (la ciudad, la primera de todas), tendríamos mejores políticos y nuestra democracia no sufriría esta grave degradación que parece que solo a unos pocos preocupa.