
Si bien el Papa está preservado de cometer errores, su infalibilidad, como es sabido, se limita a las enseñanzas dogmáticas en temas de fe y moral, a condición de que hayan sido impartidas como «solemnes definiciones pontificias» o como declaraciones ex cathedra.
Por debajo del Papa, los errores y las meteduras de pata son más que frecuentes entre sus subordinados. Lamentablemente no hay dogma alguno que santifique el buen gusto de las declaraciones de los sacerdotes de más baja graduación y las coloque a salvo de las críticas de feligreses y ciudadanos.
Así lo demuestra el contraste entre las finas expresiones del Papa en su discurso navideño ante la Curia romana, en la que arremetió contra miembros de la Iglesia que padecen «enfermedades y tentaciones» como la acumulación de dinero y poder, el exhibicionismo, la sensación de sentirse superior a los demás o el «Alzheimer espiritual»; y las más bastas del Arzobispo de Salta, que en un mensaje similar, pero no dirigido a sus propias filas sino a los políticos lugareños, ha pedido a estos que no digan «mentiras y barrabasadas» (sic).
La confrontación de ambas expresiones es muy interesante, pues para el Arzobispo de Salta los políticos de esta Provincia son, en general (él no distinguió), unos mentirosos y unos barrabases, porque «prometen lo que no van a cumplir» y después «durante cuatro años tenemos que ver que no pasa nada». Para el Papa, sin embargo, estas visiones simplificadoras de la realidad e irrespetuosas con la política son síntomas del tan temido, y ahora execrado, «Alzheimer espiritual».
Se equivoca el Arzobispo de Salta, no solo al utilizar expresiones toscas y sin pulimento sino al realizar un diagnóstico político arbitrario: los ciclos políticos en Salta no duran cuatro años sino doce. Y ello, con la bendición explícita de la Iglesia, que ha venido proporcionando de modo puntual los recursos humanos necesarios para el sostenimiento y la perpetuación de los sultanatos de las dos últimas décadas, y que, llegado el caso, ha guardado silencio frente a las mentiras, los atropellos y los incumplimientos de promesas electorales.
Cualquiera, coloquialmente hablando, puede calificar de «Barrabás» a un sinvergüenza, pero cuando lo hace un sacerdote hay que tomar sus palabras con pinzas, porque esta gente sabe generalmente de lo que habla.
Barrabás no era un ladrón ni un salteador, como supone la mayoría de la gente, sino un reo de sedición y asesinato. Un «subversivo» de la época, con delitos de sangre sobre sus espaldas. Una «barrabasada» es una travesura grave, una acción atropellada, para cualquier persona, pero para un sacerdote de la iglesia católica es (o debería ser) mucho más que esto.
Cualquier político que se sintiera molesto por las declaraciones del Arzobispo, podría responder a la agresión diciendo que -salvo el Señor del Milagro, que cumple rigurosamente con su parte del pacto, evitando todos los años que la tierra nos devore- la Iglesia local y sus prelados llevan no cuatro sino cuatrocientos años incumpliendo sistemáticamente sus promesas y fracasando en su salvífica misión, sin realizar un solo acto de contrición.
En otros términos: cuatrocientos años de transparencia cero.