¿Qué cualidades se requieren para vivir del Estado en Salta?

  • Un sector privado raquítico, clientelar y proclive a la evasión laboral es incapaz de absorber toda la fuerza de trabajo disponible en Salta.
  • La política como medio para ganarse la vida

Las últimas estadísticas oficiales indican que el desempleo en el área metropolitana de Salta roza el 9%, una cifra parecida a la que se registra en países como Francia.


Teniendo en cuenta la precariedad del sector privado, la tasa de desempleo de Salta solo se puede explicar por dos cosas:

1) la misericordiosa acción protectora del Señor del Milagro, o

2) el brutal y virtualmente descontrolado desarrollo de la maquinaria del empleo estatal, que abarca el empleo federal (minoritario), el provincial y el municipal.

Aproximadamente ocho de cada diez salteños (se incluye aquí a los que no trabajan) vive directa o indirectamente de una rentas que les proporciona el Estado.

Algunos (los menos) perciben ayudas temporales por su particular situación socioeconómica, pero a cambio de ellas deben someterse a la graciosa voluntad del funcionario que las acuerda, puesto que no hay ley que regule las condiciones de su percepción. A un sujeto subsidiado se le puede obligar a hacer cualquier cosa: desde asistir a un curso a votar a un determinado candidato.

Otros cobran jubilaciones. Algunas son más justas que otras, ya que entre la población jubilada no falta quien se ha pasado la vida cobrando un inmerecido sueldo del Estado y ha aportado muy poco a la riqueza común de los salteños.

Otros (abrumadoramente más numerosos) finalmente reciben un subsidio a cambio solamente de poner a disposición del Estado su fuerza de trabajo. Ellos dicen que trabajan; el Estado asume la ficción y les paga un sueldo puntual y regularmente. Son los empleados públicos, que constituyen una silenciosa legión en Salta.

La economía de Salta ganaría en competitividad y transparencia si el gobierno decidiera conservar en la administración a los empleados mejor preparados y más productivos, y, al mismo tiempo, decidiera deshacerse de los menos productivos, que son la mayoría. Bastaría con que el gobierno resolviera enviarlos a su casa con un porcentaje de su sueldo (un 70%) durante al menos cinco años, sin obligación ninguna de trabajar ni de levantarse temprano. Al fin y al cabo para que no hagan nada y cobren un sueldo, es mejor pagarles un poco menos y dejarles en libertad para que usen de su tiempo del modo que mejor les convenga.

Pero si ya es preocupante la enorme cantidad de agentes en una administración colapsada cuyo coste salarial asciende a casi el 80% del presupuesto provincial, mucho más preocupante es la cantidad de personas que busca solucionar su vida cobijándose bajo el frondoso árbol estatal, pero no ya en los niveles administrativos medios y bajos, sino en los puestos de dirección, que son los mejor remunerados y los más influyentes políticamente.

Algunos dedican toda su vida a buscar un empleo de estas características. Ya sus padres lo hicieron, y son los padres los que animan a su hijos a emularlos. Para ello, los envían a colegios caros, les hacen seguir sofisticadísimas carreras que rematan luego con costosos estudios de posgrado en las mejores universidades del mundo. Da igual que después terminen detrás de un escritorio de la Dirección General de Inmuebles dibujando con el mouse los linderos de una finca urbana. La política de Salta es una gigantesca rueda de la fortuna y casi nunca se sabe cuándo nos tocará la suerte.

Pero el que estudia (aunque después se eche a perder) es una excepción dentro de un sistema en el que la regla dice que los mejores cargos se consiguen por la proximidad a los líderes y a los grupos políticos del momento. Hay algunos que son verdaderos artistas en esto y que se conocen al dedillo hasta los entresijos más intrascendentes de la política local. Son personas que, a fuerza de calentar sillas en los quinchos y de compartir interminables horas de coqueo, han desarrollado una muy fina conciencia de clase. Determinados puestos del gobierno son para ellos.

No ven con tan malos ojos que un puesto de los apetecidos se los lleve un ambicioso contrincante perteneciente a un partido diferente o servidor de otro líder. Lo que no toleran es que esos mismos puestos sean para personas que no tienen vinculación con la política y que, a diferencia de ellos, poseen ciertas cualidades para ocuparlos.

Afortunadamente, se trata de una conciencia de clase y no de raza, ya que el que se desvive por este tipo de empleos no reivindica su ocupación solo por salteños, sino que cada grupúsculo acoge -algunos lo hace ya de forma sistemática- a paracaidistas llegados de otras provincias, que terminan arraigados en Salta de un modo tan profundo que algunos se dan el lujo de refregarles a los salteños el poncho (y los pañuelos azules) por la cara.

Cuando viene un Gobernador nuevo se produce un breve y superficial terremoto, pues lo primero que hacen estos elegidos es marcar su territorio y decirle al emisario del Gobernador dónde empiezan y dónde terminan sus atribuciones. Algunos se resisten a marcharse y se aferran al sueldo como a un clavo ardiendo. Y aunque al final terminen cediendo, en Salta disfrutan siempre de la garantía de que más tarde o más temprano volverán, porque aunque en una república las magistraturas públicas deben renovarse fatalmente, para ellos sigue rigiendo la conciencia de clase y la vieja convicción compartida: Determinados puestos del gobierno son para ellos... y para toda la vida.