El desprestigio de las instituciones argentinas: retrato de la decadencia

  • En este antiguo continente en el que vivo, veo circular todos los días por la calle, en el autobús o en el metro, a hombres y mujeres a los que, sin saber por qué, imagino transportados en diversas épocas a la Argentina.
  • Cuando las apariencias importan

Estas personas son iguales o casi iguales -al menos así me lo parece- a las que un día lejano decidieron emigrar desde Europa a la Argentina, país en donde una gran mayoría de ellos consiguió progresar, fundar familias inmensas y echar raíces sólidas.


Muchos de los que aquí se quedaron no tuvieron tanta suerte; o, para mejor decir, tuvieron una suerte diferente, pues el continente en el que eligieron quedarse (o del que tal vez no pudieron salir) ha evolucionado de una forma sorprendente en los últimos setenta años, superando miserias, hambrunas y guerras fratricidas. En el mismo periodo, la Argentina también ha evolucionado, pero casi todo indica que lo ha hecho en la dirección contraria.

A diario me encuentro aquí con personas muy normales que, tal vez, si sus abuelos o bisabuelos se hubieran embarcado hacia el Atlántico Sur a finales del siglo XIX o comienzos del XX, hoy serían en la Argentina prestigiosos jueces, magistrados, catedráticos de universidad, cirujanos, científicos, opulentos terratenientes o artistas de altísimos vuelos.

Por supuesto que también tengo ocasión, de vez en cuando, de tratar con hombres y mujeres importantes y muy prestigiosos. Pero lo que podríamos llamar la elite es aquí bastante más reducida y me animaría a decir también que más ilustrada que la que durante muchos años conocí en la Argentina, país en donde, como todo el mundo sabe, abundan los tipos importantes, llenos de títulos, honores y posesiones, y más de uno con influencias temibles.

Pero junto a estos big shots, hay muchos otros, tanto en Europa como en la Argentina, que ejercen oficios, digamos, no tan importantes: son jardineros, técnicos de calefacción, vendedores de fruta, peluqueros, conductores de camiones, guardias de seguridad, limpiadores de residencias de ancianos, etc. En la Argentina de hoy -no nos engañemos- es bastante difícil ver a los nietos y bisnietos no mestizados de los antiguos inmigrantes europeos desempeñar estos oficios simples, que en Europa son muy apreciados y de los cuales las personas que los ejercen viven razonablemente bien.

Al contemplar el variado paisaje humano de la Europa de hoy, pienso que si cualquiera de estas personas con las que me encuentro a diario en Madrid, en París, en Oxford, en Turín o en Nápoles decidiera hoy mismo emigrar a la Argentina, probablemente no encontraría en el país de destino las mismas oportunidades que hubieran encontrado sus ancestros, si estos se hubiesen decidido a cruzar el Océano en las épocas en que nuestro país ofrecía las mejores condiciones para crecer y desarrollarse.

Hoy la situación, es sin dudas, muy diferente. No solo en la Argentina sino también en Europa. Los flujos migratorios se han invertido y hoy es Europa el destino elegido por muchos argentinos y argentinas que, con suerte verdaderamente dispar, buscan una oportunidad fuera de su país.

Todo esto me lleva a creer que en un momento muy señalado de su historia la Argentina se convirtió en un país deseado no solo por cuestiones económicas, sino también por factores políticos, institucionales y culturales, y que, con el tiempo, los mismos factores han llegado a alentar la emigración en sentido inverso.

Los inmigrantes que llegaron a la Argentina entre 1880 y 1930 no solo encontraron y pudieron disfrutar en nuestro país las libertades que se les negaban en los lugares en donde habían nacido, así como oportunidades de progreso económico, sino también una cultura abierta y receptiva a las innovaciones y unas instituciones respetables, a las que pronto sus hijos pudieron acceder.

Es así como, hacia la mitad del siglo pasado, la mayoría de las instituciones prestigiosas de la Argentina de entonces (el ejército, la judicatura o la universidad, por mencionar solo algunas) se conformaron con los hijos de los inmigrantes, que habían accedido a la universidad gracias al esfuerzo de sus padres. Los nuevos argentinos desplazaron así de las posiciones más prominentes a los miembros del llamado grupo fundacional, que de algún modo tuvo que allanarse al empuje de los nuevos habitantes, que aportaron al país no solo su trabajo creativo sino también su inteligencia. Para darse cuenta de esto basta con repasar la corta lista de nuestros Premios Nobel y averiguar dónde han nacido ellos o sus padres.

Pero cuando el país tuvo conciencia de sus conquistas y sus instituciones estuvieron a la altura de las mejores del mundo, los argentinos de cualquier origen y condición creímos que había llegado el momento de desconectar con el mundo, pues el mundo (entonces revuelto y en guerra) ya no podía darnos lecciones para mejorar. Al contrario, creímos que nosotros -que conseguimos tocar el cielo con la punta de los dedos- debíamos enseñar a los demás a ser como nosotros, pero no interactuando con ellos, sino aislándonos, mirando a los demás por encima del hombro e hinchándonos de orgullo nacionalista.

Fue en ese preciso momento en que nuestras instituciones comenzaron a perder la calidad que habían alcanzado en las décadas precedentes. En algunos casos esta pérdida fue acelerada y catastrófica, pero nuestro aislamiento nos impidió verlo en toda su dimensión. Las personas que sucedieron en las instituciones a los que forjaron su calidad desde los cimientos, si bien pertenecían al mismo grupo social, no fueron capaces de alcanzar nunca la excelencia de sus antecesores. La democracia, con su declamada pero nunca concretada igualdad de oportunidades, tampoco hizo mucho para que el país que décadas atrás soprendiera al mundo como el faro intelectual del continente detuviera su acelerado deterioro. Nos dedicamos a despreciar, incluso por prejuicios estéticos, a los emigrantes venidos del Cercano Oriente, muchos de los cuales eran portadores de toneladas de sabiduría milenaria y que contribuyeron a difundir en nuestro país una cultura muy refinada del trabajo, la superación y el esfuerzo.

Quienes podían hacer algo entonces por mejorar la situación -las clases menos favorecidas- reaccionaron rápidamente diciendo: «Si los poderosos de este país han decidido mirarse el ombligo, pues nosotros haremos lo mismo». Y así, ese gran motor del progreso que conforman la clase trabajadora, los campesinos y las poblaciones aborígenes renunciaron a negociar un modelo de país en el que cupiéramos todos (los poderosos y los menos poderosos) y se acogieron al cómodo estatuto de «oprimidos», que les permite andar por la vida proclamando que la solución a nuestros males consiste en expulsar del país a los «opresores»; es decir, no convivir con ellos, sino aplastarlos.

Por supuesto, los otros (los poderosos) hicieron algo parecido, solo que en vez de pujar por expulsar del territorio a los que no son como ellos, decidieron que lo mejor era partir el país en dos para que los otros pudieran seguir viviendo en él, pero en las peores condiciones posibles.

He de decir que, al menos en la Argentina, esta sórdida batalla, que tiene como primera víctima a las instituciones del país, y por debajo de estas a su cultura y a su economía, está siendo ganada por los pérfidos poderosos de siempre, pero que en otros países muy cercanos a nosotros los ganadores son sus antagonistas. Lo cual es igualmente lamentable, pues cualquiera sea el que gane, los países están hoy casi irremediablemente partidos al medio. Y ya lo dijo Abraham Lincoln en 1858: «A house divided against itself cannot stand».

Por eso, cuando veo a un trabajador humilde barriendo las calles en las ciudades de Europa, me lo imagino, no sé por qué, trasplantado con estudios y carrera a la Argentina, presidiendo allí la Corte de Justicia de Salta, siendo rector de la Universidad de Córdoba o comandante de la 3ª División del Ejército. Puedo apostar a que si uno rastrea el árbol genealógico del barrendero se va a encontrar, a no muchas generaciones de distancia, con los ancestros de los grandes hombres de la Argentina actual.

Y llega un momento en el que no sé con exactitud si hoy es más feliz el barrendero de Pamplona, con menos estudios, que el juez supremo de Salta, lleno de diplomas y medallas. Si los bisabuelos del barrendero, en vez de haberse quedado en Navarra hubiesen decidido marcharse a América, quizá hoy su bisnieto sería la cabeza de unos de los poderes del Estado, pero de uno tan devaluado y decadente que, al final, el bisabuelo, de haberlo sabido, se hubiera aguantado las ganas y decidido quedarse para fundar aquí una larga saga de barrenderos, poco influyentes, pero endiabladamente felices.