
Desde que en Salta, hace aproximadamente unos seis o siete años atrás, se ha entronizado el «culto al peregrino», el Señor del Milagro y su Santa Madre, la Virgen, han pasado a un segundo plano.
Se trata de un caso patológico en el que el peregrino (el hombre que se desplaza a pie hasta el santuario, tras salvar enorme distancias) es más importante que el objeto de la veneración.
Para el Señor del Milagro, todos son iguales. Para empezar, no hace distingos entre quienes creen y quienes no creen en Él. Y tampoco debería hacerlos entre quienes lo adoran, caminando dos cuadras para ir a rezar la Novena a la Catedral y quienes recorren cientos de kilómetros para llegar al mismo lugar.
Es la política y no la Fe la que ha convertido al peregrino en protagonista absoluto y excluyente de la fiesta y la que ha hecho que el tiempo del Milagro y la atmósfera de profunda espiritualidad que siempre lo ha caracterizado sea hoy una especie de carnaval de figuras móviles en el que más destaca quien más camina. Algunas de estas cosas explican el rechazo que el tiempo del Milagro está provocando en algunos salteños residentes en la ciudad.
Los salteños han dejado ser iguales frente al culto al Dios de los cristianos. Ahora, porque al gobierno se le ha ocurrido, la Fe sufre una especie de «operativo de despeje» cuando el silencioso feligrés urbano, el que no llega al templo entre aullidos de sirenas y escoltas policiales, debe desalojar los sagrados lugares para dejarles paso a los «pobrecitos» que llegan de Santa Victoria o de otros parajes alejados.
Esto -que sepan los salteños- no sucedía antes, y que conste que antes también había peregrinos, que se ganaban el respeto y la simpatía de los demás por su humildad, y no por reivindicar derechos como por ejemplo que el gobierno les pague el pasaje de regreso a sus hogares. Peregrinos siempre hubo, como siempre hubo feligreses «de proximidad». Solo que antes los que eran iguales, en derechos y en consideración social, ahora han dejado de serlo.
Los poderes públicos no pueden fomentar esta desigualdad, como tampoco puede hacerlo la jerarquía católica de Salta, al menos sin ignorar la doctrina que enseñó Jesucristo. Los peregrinos, así como no son superciudadanos, tampoco son superfeligreses, y sus derechos que se derivan de una u otra condición jamás pueden estar por encima de los derechos de quienes pertenecen a las mismas categorías, pero que tienen la poca fortuna de vivir a unos cuantos pasos de la Catedral.
Recuperar la fiesta del Milagro para todos los salteños, rescatar aquella atmósfera profunda de espiritualidad hoy opacada por los patrulleros, las sirenas y los pedicuros de perros es una tarea que debe comprometer a ciudadanos, gobierno e Iglesia. Una tarea que si no nos decidimos pronto a encarar, convertirá en poco tiempo a nuestra demostración religiosa por antonomasia en ese carnaval de figuras móviles del que hablábamos más arriba: aquel en el que más destaca quien más camina.
La Fe -y suena hasta ridículo decirlo- no se mide por los callos en los pies sino por los que llevamos en el alma.