
La democracia, entendida como el gobierno del pueblo en su propio interés, lamentablemente da por sobreentendidas ciertas cosas que entre nosotros no son muy comunes y sobre las que no se debate casi nada, como por ejemplo la responsabilidad y la sensatez de la mayoría.
Cada vez que nuestro país asoma al abismo -y esto sucede con una frecuencia asombrosa- «el pueblo», el titular de la soberanía, en vez de elaborar soluciones racionales y practicables a los problemas que aquejan al conjunto social, propone otro tipo de salidas, como por ejemplo los saqueos organizados y el consecuente castigo a «los que más tienen».
Nadie que organiza o participa de un saqueo se metería en un lío de tal magnitud si no creyera efectivamente que despoyendo al dueño de aquello que no le pertenece va a solucionar algún problema, en su existencia o en la de todos.
Lo curioso de este tipo de soluciones es que se quedan a mitad de camino, puesto que no proponen abiertamente una revolución violenta, con cortes de cabeza y asaltos a los palacios de invierno incluidos, sino solo una especie de correctivo temporal al gobierno en forma de ataque material y coordinado contra los que -se supone- tienen más recursos que el común de la gente, a los que -dicen- esconden la mercadería y hacen subir los precios. Son, por decirlo de algún modo, «dictaduras del proletariado de solo unas horas».
Da la impresión que una buena ola de saqueos, con sus correspondientes muertos por la represión, es suficiente para que ciertas cosas torcidas se vuelvan a enderezar en el país. Por ejemplo, para que los malos gobiernos se vayan y dejen paso a otro.
El «derecho al saqueo», que no está previsto en la Constitución ni en ningún convenio internacional sobre Derechos Humanos, opera entre nosotros como una suerte de revocatoria popular de los mandatos. La pillería organizada es el «contravoto» que deshace en pocas horas lo que el voto ha construido de una forma paciente, lenta y esforzada.
Quizá sea hora de sincerarnos y de admitir que nuestra democracia funciona de esta forma tan primitiva y no como dicen los libros que debería funcionar. Es decir, que es tiempo de reconocer que nuestro sistema político marcha a los ponchazos, que las demandas no son tales si no son formuladas en tono chirriante e histérico y que nuestras soluciones no funcionan si no se adoptan al borde del colapso mental, del estallido social y de la desestructuración política.
Todavía hay entre nosotros quien se llena la boca hablando de «República» y piensa que la Argentina puede funcionar como lo hacen los países con las democracias más avanzadas. Pero esta es una ilusión. La república democrática no solo precisa de igualdad sino también de orden. Y una república democrática basada en el imperio de la Ley requiere además de obediencia y cumplimiento de las normas establecidas, entre las que se cuenta, como primordial, el del respeto de la propiedad y de la libertad ajena.
Creo que es hora de decir sin titubeos ni complejos que no queremos esto. Que para nuestro «pueblo» tan visceral y alborotado, siéndole imposible alcanzar la igualdad, el orden no es nada más que un recurso para perpetuar las desigualdades. Y que tres cuartos de lo mismo pasa con el respeto a la Ley. Pero hay que decirlo antes de practicarlo; es decir, se debe confesar el pecado antes de cometerlo. Si nos gusta vivir en el caos, si no nos apetece respetar la propiedad ajena ni los derechos de los demás, no podemos acudir a las vías de hecho tan alegremente.
Tenemos que reformar la Constitución y las leyes para que los saqueos ocupen el lugar del sufragio universal; para que los palos y las piedras impongan su fuerza sobre la razón y el resentimiento social derogue el odioso derecho de propiedad. Y quitar de la Constitución ese odioso artículo 22 que dice que «el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución» y que «toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición». Solo así podremos dedicarnos a los saqueos y a las pillerías con la debida tranquilidad.
Si no hacemos estas reformas, sea porque no tenemos coraje para hacerlas o por la causa que fuere, no tendremos otro remedio que cumplir la ley, respetar a los gobiernos que se han ganado su lugar gracias al voto de nuestros semejantes y dejar que nuestros representantes se pongan a trabajar en la solución de los problemas, sin amenazar con atarlos a la cola de un caballo y arrastrarlos hasta la muerte por las calles pedregosas del pueblo.
Esta quizá es otra versión menos sanguínea de la democracia pero infinitamente más noble y más respetuosa del prójimo. Tal vez haya llegado la hora de escoger entre una forma de democracia y otra.