La base está

  • El autor de este artículo valora positivamente la aparición en la escena pública salteña de un movimiento cívico que defiende la diversidad de Salta y que por tanto niega que vivamos en una sociedad monolítica en la que todo el mundo piensa, siente y experimenta los acontecimientos del mundo de la misma manera.
  • Una luz de esperanza
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En los últimos quince años se han producido en el mundo cambios sociales espectaculares, la mayoría de ellos vinculados con la revolución de las comunicaciones digitales y las nuevas tecnologías de la información.


Así ha sucedido en casi todo el mundo, incluso en los territorios y sociedades aparentemente más atrasados, en donde han aparecido nuevos grupos, nuevas demandas y nuevos problemas a la espera de nuevas soluciones. Salta, por supuesto, no ha sido la excepción, aunque haya entre nosotros quien piense que vivimos en una sociedad estable e inmune a los cambios.

Lo que sucede en Salta es que las grandes transformaciones sociales permanecen a menudo ocultas bajo varias capas de tradicionalismo, y si bien muchos admiten que nuestra sociedad ha cambiado, son muy pocos los que creen de veras que estamos frente a un fenómeno irreversible, con una potencia suficiente como para romper el anillo del atraso a que nos tiene condenados esa Salta estructurada y pacata que se resiste a morir y que todos bien conocemos.

Los nuevos movimientos sociales son en Salta, como en cualquier otra parte del mundo, numerosos y muy variados. Pero, como viene sucediendo desde hace años entre nosotros, la fuerza de estos movimientos -o su visibilidad, como se dice ahora- sigue dependiendo de las buenas conexiones de sus activistas con el mundo de la política.

Es por este motivo que los salteños, a pesar de ser más o menos conscientes de la profundidad de los cambios sociales en curso, acabamos casi siempre contemplando con cierta resignación cómo aquellos que podrían sacarnos del atraso secular en que vivimos terminan rendidos a los pies de los que han dedicado su vida al empeño contrario.

Esta paradoja es muy notable en materia de derechos de las mujeres y de los niños, un ámbito en el que, salvo excepciones honrosas pero muy contadas, los movimientos sociales que luchan por nuevas formas de protección a la infancia y los colectivos vulnerables han terminado haciendo causa común con un gobierno que, por debajo de su discurso pseudoprogresista, trabaja activamente en la perpetuación de las estructuras sociales y los sistemas de poder que ocultan la raíz de los problemas y se benefician de su agravamiento.

Hay varios ejemplos concretos de esta contradicción, pero me gustaría quedarme con uno: algunos activistas sociales que celebran la gran diversidad de la nueva Salta, no dudan sin embargo en aplaudir y sostener al Gobernador de la Provincia, que con argumentos propios del siglo pasado salió a negar expresamente que Salta fuese una sociedad diversa. Sucedió con ocasión de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia sobre la educación religiosa cuando, contrariado por la decisión, el mandatario dijo que Salta es una especie de baluarte de las tradiciones y que eran los porteños los que querían imponernos costumbres ajenas a lo que se supone es nuestra única e indiscutida idiosincrasia.

La conexión entre el activismo social y la política partidaria exige, pues, el pago de un precio muy alto.

Se me ocurre, por tanto, que la única forma de aprovechar de una manera positiva la energía de los nuevos movimientos sociales y de exaltar la crecida diversidad de nuestra sociedad es romper las conexiones del activismo social con la política. Es necesario acabar con la instrumentalización de los movimientos sociales por líderes políticos ambiciosos que no solo se empeñan en hacer difícil o imposible los fines que el activismo social persigue, sino que también se esfuerzan, como hemos visto, en negar de forma rotunda la diversidad que ahora tenemos y que antes no teníamos.

Por esta razón es que me ha parecido realmente esperanzador que el movimiento que lidera la cineasta salteña Lucrecia Martel haya congregado a tanta gente importante, y que, por lo que se atisba, haya renunciado a la siempre tentadora idea de ayudar a un millonario ultraconservador a ganar las elecciones para, en cambio, indicarle a los políticos que desempeñan cargos por elección popular el camino que deben seguir para representar adecuadamente los diferentes intereses y opiniones ciudadanas.

Por supuesto que se puede o no coincidir con lo que plantean Martel y las personas que la secundan, pero lo que no se puede hacer es negar su existencia, negando al mismo tiempo también que sus preocupaciones sean importantes para la sociedad en la que vivimos. El primer paso de la convivencia en una sociedad política es reconocer la existencia de quien no piensa como nosotros.

Quisiera ilusionarme pensando que lo que ha conseguido Martel con su insistencia y su lenguaje directo es la base de la sociedad salteña del futuro. De lo que estoy seguro es de que la combinación entre gauchos, millonarios, obispos y folkloristas ya ha tenido su momento y ahora se debe dejar paso a esa Salta que, consciente de que su pasado agoniza, comienza lentamente a desperezarse.

Del mismo modo temo que esta irrupción del activismo puro, desligado en sus grandes planteamientos filosóficos de la politica más tradicional, enfrente el riesgo de encerrarse en sí mismo y de destruir así la misma diversidad que preconiza. Porque no hace falta ser desmasiado listo para darse cuenta de que muchos de los que hoy se cobijan bajo la bandera de la diversidad y de la tolerancia, y que se dicen respetuosos del diferente, lo que persiguen en realidad es aniquilar a los que piensan de otra manera y fundar una nueva hegemonía. Me consta que muchos de los que así piensan ni se plantean convivir con el gauchaje costumbrista (en sentido amplio), sino que lo que quieren es expulsarlos definitivamente del espacio público.

Es indudable que lo que llamamos Salta tradicional ha podido sobrevivir hasta aquí gracias a una encomiable capacidad de adaptación a los nuevos tiempos. El hecho de que en los últimos 15 años hayan sacado más ventajas que en los dos siglos anteriores no desmiente la existencia de aquella capacidad y se explica, en buena medida, por la endeblez de los movimientos sociales emergentes y por su acusada dependencia de la política electoral; o, lo que es casi lo mismo, por la fascinación que le provocan los liderazgos personalistas.

Por eso es que creo que cometería un error Martel si se propusiera alcanzar posiciones políticas. Hacerlo sería tan grave como privarse de antemano de ellas.

Insisto en que no todas las revindicaciones de los nuevos movimientos sociales se pueden suscribir alegremente y no creo que quienes participan en estos movimientos pretendan uniformar a la sociedad y hacerla marchar detrás de sus ideas. Su papel -el más útil que podamos imaginar- consiste en movilizar a la sociedad, sacarla de su estancamiento, espolear su conciencia y plantear escenarios de futuro.

Es posible que tras la irrupción de Martel en el espacio público se llegue a hablar de un antes y un después en el devenir sociopolítico de Salta. Pero aún es pronto para saberlo, ya que mucho dependerá de la actitud que el activismo social organizado adopte frente a la política.

Por el momento, nos basta para alimentar la esperanza de una Salta nueva y atenta a las señales del mundo el hecho de que se haya roto la engañosa quietud de nuestro debate público y que surjan voces que nieguen con fundamento la pretendida uniformidad de los salteños y su aceptación acrítica de los valores y las prácticas que solo hasta ayer se consideraban incuestionables.

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