
Hace más de tres décadas, cuando nuestro país creyó recuperar la democracia con la caída del régimen militar, hubo un gran consenso acerca de que las elecciones periódicas, la existencia de un parlamento y el regreso de unas instituciones más formales que efectivas iban a conducirnos por un camino sin tropiezos a la libertad y el bienestar.
Mucha gente pensó entonces que el autoritarismo había muerto en la Argentina y que de un día para el otro iba a emerger una ciudadanía fuerte e ilustrada que, mediante el voto ejercido regularmente (y poco más), sería capaz de erigir un sistema de convivencia basado en la cooperación igualitaria entre las personas y los grupos.
Han tenido que pasar treinta y cuatro años para que pudiéramos darnos cuenta de que aquella especie de caos en que nos sumió la dictadura militar y los repetidos y fracasados intentos de volver a la vigencia de las instituciones, en vez de derivar en una democracia sólida y próspera, desembocó en realidad en el despotismo.
No se puede decir que no estuviéramos entonces preparados para vivir una democracia plena. De hecho, nuestras miradas se dirigieron a aquellos países parecidos a nosotros, pero con democracias más asentadas, cuyos habitantes disfrutaban, además de libertades, de una razonable prosperidad económica y de un bienestar social envidiable.
Pero fue el mecanismo instintivo de la dominación y de la sumisión el que frustró silenciosamente nuestra aspiración de construir una sociedad de iguales capaces de cooperar para la resolución de los problemas comunes. Hubo mucha gente con deseos de mandar y mucha más gente todavía que, por timidez o por incapacidad, se dio a la tarea de encontrar «caudillos» y «conductores», no precisamente interesados en la cooperación sino más bien en el mando.
Y aquí estamos: Prisioneros o semiprisioneros de las veleidades de aquellos que desean realizar el mayor número de sus deseos y de los que, por miedo a sufrir las crueldades ajenas, se han planteado alcanzar posiciones de poder para infligir tratos degradantes e inhumanos a otros de su misma especie.
Si volvemos la mirada a Salta por un momento, comprobaremos que nuestro gran fracaso como sociedad no es material ni tecnológico, como a primera vista sugiere el triste espectáculo del atraso mezclado con pobreza e incultura. Nuestro fracaso estriba en que no hemos sido capaces (quiero subrayar el uso de la primera persona en plural, porque no deseo echar las culpas a otros) de generar un sentimiento de solidaridad tan intenso que sea suficiente para hacer posible la creación de un gobierno basado en la discusión y en la deliberación pública.
Somos solidarios para regalar colchones y frazadas, para donar sangre o para acudir en auxilio de una familia a la que se le ha incendiado el rancho; pero no lo somos para pagar impuestos o para dar empleo decente a las personas que nos sirven. Nos golpeamos el pecho en los templos y en la procesiones, pero ese aspecto de la caridad cristiana que consiste en servir desinteresadamente a la comunidad en la que vivimos, no ha sido nunca visto entre nosotros como una contribución al llamado «bien común» sino una apelación al individualismo absorbente, en unos casos, y una invitación a la conmiseración, en otros.
Al cabo de estas décadas, los salteños no estamos unidos, ni siquiera por el miedo. No vemos problemas ni amenazas comunes en el horizonte. Si acaso, nos revuelve la sangre cada vez que alguien ofende a Güemes o se nos trata como pajueranos poco sofisticados y peor informados. Pero estas reacciones son demasiado primitivas como para ayudar a fundar una sociedad auténticamente solidaria, en donde la cohesión se construya a partir de la cooperación social entre los diferentes individuos y grupos.
Sabemos, como sabe cualquier pueblo de la Tierra, que necesitamos un gobierno, pero como somos o nos sentimos incapaces de erigir uno que vele por nuestras libertades, que asegure nuestra igualdad y que nos respete como seres humanos, preferimos la solución despótica, que lamentablemente es un remedio de sentido común (tal vez el único) frente al miedo generalizado a la libertad y a la ausencia de una ciudadanía libre y comprometida.
Ciertamente, si nuestra elección del despotismo como forma de gobierno ha sido decidida libremente por nosotros, es que de poco vale que nos quejemos ahora. El problema es que el despotismo -el que encarna hoy el gobernador Urtubey, como antes lo encarnó el gobernador Romero- se ha hecho tan habitual, que hace rato que han saltado las alarmas que nos indican que ha llegado la hora de dar el salto a un gobierno democrático. El despotismo, así como ha creado riqueza y desigualdad, ha creado también un orden -algo deficiente, es verdad- pero que puede servir de base para avanzar en una dirección que podríamos llamar «civilizatoria»
Como han escrito Adolf BERLE y Gardiner MEANS, «el poder absoluto es útil para construir una organización. Más lento, pero igualmente seguro, es el desarrollo de la presión social que reclama que el poder sea utilizado en beneficio de todos los que están afectados por él».
Pero nosotros no lo hemos visto, porque, si lo hubiéramos hecho, esta es la hora que toda esa energía social que Salta dilapida en querellas menores y en luchas tan «progres» como insulsas, se podría haber canalizado en una presión social constante para que el poder despótico que supimos erigir evolucionara hacia formas nítidas de cooperación igualitaria, y que, de ese modo, el poder, entendido como la energía social por antonomasia, se convierta en un instrumento al servicio del conjunto, y no solo en un juguete en manos de quienes tienen patentada la fórmula para triturar gente.
La pelota no está hoy en el tejado de los que mandan (por el puro gusto de mandar) ni de los que obedecen (por su miedo paralizante a no encontrar cobijo en los espacios de libertad) sino de esa clase de personas a las que normalmente etiquetamos como «indiferentes»; es decir, de aquellos que tienen la valentía suficiente para negarse a ser sometidos, pero que tampoco sienten ese impulso irresistible que lleva a algunos a querer mandar, en cualquier circunstancia.
Ignoramos cuál sea el número de esta tercera clase de individuos en Salta. Pero aun suponiendo que fuesen minoría, todo indica que la hora de los «indiferentes» ha sonado. Un clarín marcial los está llamando a salir de sus escondites, a abandonar sus sectas oscuras, sus grupos de quincho, sus manías inocentes y sus estériles y marginales formas de erudición.
Sé que muchos de estos congéneres nuestros echarán a temblar de solo pensar en que pueden ser ellos los convocados a salvar del descalabro a la sociedad en la que vivimos. Pero su convocatoria depende de que en un futuro no demasiado lejano aparezca en el horizonte un líder que los pueda guiar, sin instrumentalizarlos, sin exigirles vasallajes y sin estar él mismo sospechado de buscar el poder para sacudirse complejos atávicos o para dar rienda suelta a su sadismo.
Solo de esta manera podremos construir una sociedad de ciudadanos verdaderamente iguales, capaces de cooperar entre sí sin temer (demasiado) a que el vecino de al lado le saque los ojos.