Peregrinos de ida ¿parias de vuelta?

El monstruoso y desproporcionado despliegue de medios y recursos del Estado para cuidar de la integridad de unos peregrinos que no se desplazan a la ciudad de Salta para invocar la protección del Estado, sino la del Señor del Milagro, tiene un lado débil: el regreso.

Las sirenas tocan a zafarrancho y las campanas se echan al vuelo cuando los peregrinos asoman por la rotonda de Limache y ponen rumbo a la Catedral, pero reina un silencio sepulcral cuando esos peregrinos -amenazados exactamente por los mismos peligros y carencias que a la ida- tiene que emprender el regreso por donde vinieron.

En ese momento, cuando termina la fiesta y los políticos ya se han sacado la foto con los peregrinos y los han arropado con toda la demagogia y el cariño del que es capaz el insensible aparato del Estado, el peregrino pierde su santa condición y se convierte, para los arrogantes urbanitas, en un molesto trasto, interruptor del tránsito y afeador de la ciudad cual carro choclero.

En el duro camino de vuelta ya no hay «nodos», ni botellitas de agua, ni caras amables. Solo unos agentes mal encarados que les instan a moverse al grito de "¡circulen! ¡circulen!"

Si hasta se comenta que los impolutos y bien incensados mosaicos de las naves catedralicias son sometidos a un intenso tratamiento con fenelina después del aluvión peregrinacional.

Tendrán que transcurrir otros 362 días para que la condición respetable de peregrino vuelva a reverdecer, como los chopos mutilados de la Plaza Gurruchaga. Ahora lo que toca es que los peregrinos vuelvan a sus recónditos cerros y permanezcan allí olvidados por el poder, arrinconados por la desidia gubernamental, dejados de la mano de Dios.