
La formación jurídica de nuestros magistrados es sumamente amplia. Tanto, que para resolver cualquier asunto intrascendente -multas por mal estacionamiento, robo de gallinas y refriegas de mostrador- a más de uno le encanta citar «normas internacionales», que, según ellos, se aplican a estos asuntos.
Por ejemplo, si el IPS no provee de un medicamento a un enfermo afiliado o si se niega a pagarle un tratamiento -abusos, por otra parte, frecuentes- antes que resolver el asunto mediante la simple aplicación de las estipulaciones del contrato suscrito entre el afiliado y la obra social, que seguramente prevé una sanción para el incumplimiento (sin perjuicio de lo que pueda decir sobre el mismo asunto el Código Civil), prefieren echar mano de normas internacionales, que a veces ni siquiera tienen la consideración de normas jurídicas.
En efecto; si ya muchas veces es innecesario aplicar (ya no digamos solo citar) a la Convención Interamericana de Derechos Humanos, o al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, nuestros magistrados -que por conocer, conocen mucho- aplican instrumentos raros como las reglas de la Isla Margarita para la temperatura de los pollos o los criterios de Basilea para la conservación de los incunables. Para algunos magistrados, cualquier acuerdo internacional se incorpora de inmediato al derecho interno, crea posiciones jurídicas subjetivas y da lugar a hermosas condenas.
Si esto ya es en cierto modo reprochable, mucho más lo es el hecho de que cuando se producen de verdad atropellos a los derechos fundamentales de las personas (masacre de mujeres, apaleo de transexuales, desvirtuación del derecho de sufragio, desconocimiento de la presunción de inocencia o vulneración de la libertad de conciencia mediante la imposición de creencias religiosas), para los jueces se acabó el internacionalismo jurídico: en Salta rige la costumbre (o el código gaucho) y al que no le gusta que se jorobe.
Cuando la cultura jurídica es tan excelsa y los magistrados son tan eruditos, lo menos que el ciudadano puede esperar es que quienes tienen atribuido el poder de proteger a las personas de los abusos y de los crímenes más abyectos no miren para otro lado cuando se producen las violaciones más graves a los derechos fundamentales.
De nada vale invocar la Declaración Universal de los Derechos Humanos en un expediente judicial de mal estacionamiento, y luego hacer como que ese instrumento no existe para encarcelar a personas inocentes, como Santos Clemente Vera, que purga una absurda pena de prisión perpetua después de que un tribunal integrado por jueces sin experiencia decidiera reinterpretar a su antojo una prueba, sin darle a quienes la produjeron la más mínima oportunidad de expresarse nuevamente, ni al reo -que había sido absuelto en un juicio plenamente contradictorio- la oportunidad de defender nuevamente su inocencia.
En resumen, que en Salta somos jurídicamente cosmopolitas e internacionales cuando ello conviene al poder (o cuando nos podemos congraciar con él) y somos cerradamente gauchos e impenitentemente localistas cuando la aplicación de las normas internacionales amenaza con conmover la solidez del edificio que sostiene los privilegios y asegura la impunidad de los poderosos.