
Siento esta tarde una enorme tristeza y quiero compartir las razones que tengo para sentirme así con esos comprovincianos que tienen la amabilidad de leer a diario estas páginas.
El cruel atentado perpetrado esta tarde en el centro de Barcelona nos ha dejado, a mis hijos, a mi mujer y a mí, sin palabras y con el ánimo deshecho.
Por supuesto, este sentimiento es compartido por millones de personas en este país, que aman la paz y rechazan enérgicamente cualquier tipo de violencia; especialmente esta, que se ejerce con lujo de cobardía.
Lo que quiero contar ahora y aquí es que, como ya pasó en el año 2004, cuando el terrorismo internacional mató en Madrid a 200 personas en unos trenes que solíamos tomar a diario, esta vez solo dos personas se han acordado de nosotros y nos han preguntado si estábamos bien.
Aquella vez también solo fueron dos personas (mi madre, que ya no vive, y un amigo que ya dejó de serlo). Hoy esa misma tristeza ha vuelto a llamar a nuestra puerta, pero multiplicada varias veces. Porque más de uno que conozco (lo que incluye a parientes egoístas e insensibles, que los tengo a montones) sabe que con frecuencia mis hijos y yo visitamos la hermosa ciudad de Barcelona.
Un buen amigo (un gran humanista, sensible y comprometido) y una pariente adorable (que no tiene lazos de sangre conmigo) han tenido el buen tino de contactarnos hoy para saber si estamos bien. Cualesquiera sea las palabras que haya empleado para agradecerles, jamás podrán reflejar con exactitud la dimensión enorme de mi agradecimiento por ese gesto tan noble que han tenido.
El terrorismo destruye muchas cosas. No solo se lleva por delante valiosas vidas humanas, aniquila la confianza en las instituciones y promueve serias restricciones a la libertad: también hace aflorar lo peor de algunos seres humanos, de los más indiferentes, de los crueles, de los falsos defensores de la libertad, de los que esperan con ganas ver nuestro nombre algún día engrosando la lista de muertos.
Estos sentimientos que ensombrecen mi alma ahora mismo no son nada, por supuesto, frente a las dimensiones de esta tragedia tan horrible. No es ni debe ser la amargura (siempre transitoria) de un expatriado la que importe en estos momentos: es la hora de recordar a la víctimas y de condenar con fuerza este hecho malvado y criminal.
Pero si hay que rendir homenaje esta tarde a esos héroes civiles anónimos que rebosan de humanidad, de solidaridad y de amor, no quiero olvidarme de las dos personas que me han llamado esta tarde, porque ellos también han contribuido hoy a hacer del mundo un lugar más decente.
Luis Alberto Caro Figueroa
En Madrid, a 17 de agosto de 2017