
Me refiero en concreto a la torpeza de confundir un país entero y un pueblo con su equipo de fútbol; a la imperdonable estupidez de no detenerse a pensar por un momento que un cántico denigrante, creado para burlarse de las virtudes futbolísticas de un determinado equipo nacional, para menoscabar sus símbolos y para ridiculizar su brillante historia deportiva, podría llegar a ofender -como efectivamente lo hizo- a un país entero, a todo un pueblo, incluidos aquellos que nada tienen que ver con el fútbol.
Me refiero también a la poca inteligencia que supone exportar al plano internacional determinadas prácticas y placeres propios de la rivalidad deportiva doméstica, que se me ocurren absurdamente pueriles, tales como la adjudicación arbitraria de "paternidades" históricas o el recuerdo de humillaciones pasadas. Porque si bien estos recursos pueden funcionar en la distancia corta, en los enfrentamientos de barrio, cuando son llevados a un campeonato mundial, en donde entran en juego sentimientos e intereses tan variados como intensos, se tornan ridículas, cuando no peligrosas.
Me ha costado mucho digerir, lo confieso, las alabanzas desmedidas que ciertos medios de comunicación han dedicado estos días al autor del infeliz "Brasil, decime qué se siente", cuya inspiración poético-musical debajo de una prosaica ducha algunos llegaron a comparar con aquel genial destello de claridad que abrió a Marcel Proust las puertas de la memoria de un tiempo lejano cuando saboreaba los trocitos de una magdalena remojada en té que le había servido la tía Léonie un domingo en Combray.
Es difícil conocer en este momento con exactitud la influencia que el cantito pudo haber tenido en el rendimiento o en la moral del equipo nacional, aunque todo indica que si el famoso "himno" no hubiera existido nunca, el desempeño de nuestro equipo en la cancha hubiera sido igualmente extraordinario, lo mismo que el desempeño de la mayoría de los jugadores.
Lo que no es difícil de averiguar ahora es la tremenda influencia negativa que ha tenido el desventurado cántico en la forma en cómo los aficionados al fútbol en Brasil (los que llenaron los estadios), los medios de comunicación de aquel país y la gente común que pasa del fútbol han tratado a nuestro equipo, que, con el correr de los partidos, y a medida que la canción iba creciendo en popularidad, se ha ido encontrando, inevitablemente, con escenarios cada vez más hostiles.
Tampoco es difícil darse cuenta que el gran mundo del fútbol -ese que conforman terceros países ajenos al 'conflicto' bilateral- en ningún momento pensó, como nosotros, que el cantito era un alarde de ingeniosa creatividad o una manifestación de jovialidad inocente sino que más bien lo vio como una provocación innecesaria, como una denigración inexplicable.
Me doy cuenta, por supuesto, que a las hinchadas dominadas por el fanatismo más visceral y que son capaces de mezclar el amor por una camiseta con el nacionalismo más excluyente y xenófobo, no se le puede pedir ni que adopte actitudes racionales ni que lean a Proust o que escuchen a Mahler.
Pero sí sería conveniente que esa pléyade de poetas y de intelectuales que domina el mundo del periodismo deportivo argentino y que ha hecho de la crónica futbolística una expresión estética tan refinada que difícilmente pueda encontrar parangón en otro país del mundo, hiciera también algún esfuerzo por hacer comprender a aquellas personas con un mínimo nivel de inteligencia que "Brasil" no es simplemente un nombre de un equipo de fútbol, como Boca o como River, y que las rivalidades deportivas internacionales, por muy fuertes que sean, por muy profundo que sus raíces se hundan en la historia, son cuestiones muy delicadas, que no se pueden dejar al arbitrio de una masa enfervorizada ni libradas a la débil inspiración de un improvisado compositor de ducha.