Cuando confundimos alegría con felicidad

No saber distinguir entre alegría y felicidad es tanto o más grave que confundir entre el queso parmesano rallado y el serrín de madera de haya.

Que se trata de categorías psicológicas muy diferentes lo pone de relieve el propio Diccionario de nuestra Lengua, que define a la felicidad como un «estado» y a la alegría como un «sentimiento», cuando no como sinónimo de «irresponsabilidad» o «ligereza».

Alegría y felicidad, por lo demás, son dos sinónimos cuyos adjetivos asociados sirven en nuestro idioma para reforzar las diferencias entre los verbos ser y estar, que en otras lenguas directamente no existen. Así, no es lo mismo «estar alegre» que «ser feliz».

Quitando el caso de Riquelme, al que ya sabemos que jugar en Boca «lo pone» muy feliz, el Derecho Internacional considera a la felicidad como una «búsqueda» o como un «camino»; es decir, como una aspiración o como una situación deseable. Nunca como el estado normal de las personas.

La institución a nivel mundial de un Día Internacional de la Felicidad, persigue los mismos objetivos que otras fechas, como el Día Internacional de Erradicación de la Pobreza. Es decir, no se pretende exaltar a las personas felices (en desmedro de las infelices) o a las personas pobres (execrando a los ricos), sino poner a la sociedad en la que vivimos un espejo para sus vergüenzas.

Lo que pretende la ONU con la institución del Día Internacional de la Felicidad es -utilizando sus propias palabras- destacar su papel como «un objetivo humano fundamental», a través del reconocimiento de «la necesidad de un más inclusivo, equitativo y equilibrado acercamiento al crecimiento económico, que promueva el desarrollo sotenible, la erradicación de la pobreza, la felicidad y el bienestar de todas las personas».

Rebajar el valor o la seriedad de esta celebración internacional comporta tanto como manifestar indiferencia o desdén en relación con estos objetivos indispensables, cualquiera que haya sido el camino elegido por las Naciones Unidas para identificarlos.

El solo hecho de ver que el país de la Tierra con el mayor índice de felicidad es Dinamarca (no Brasil ni Cuba), nos debería abrir los ojos para ver que lo que el mundo entiende por «felicidad» no está vinculado con las borracheras en las calles o las caderas bronceadas, sino con la justicia social, el estatus de las personas pobres y el nivel de compromiso de las instituciones públicas con las clases más desfavorecidas.

La alegría, para terminar, es un sentimiento simple y, por definición, transitorio. Se dice habitualmente «fulano está medio alegre», cuando ha tomado algunas copas demás. La felicidad es un estado más complejo, en el que intervienen otros factores, entre ellos la percepción de la utilidad de la propia vida. La diferencia entre ambas ideas se hace más visible cuando comprobamos que muchas personas felices -o que dicen serlo- viven en una tristeza profunda y aparentemente duradera.

La felicidad, claro está, puede tener enemigos y de hecho los tiene. Es extraño, sin embargo, que algunos de ellos levanten la cabeza en un país, en donde el movimiento político hegemónico elevó hace 70 años al rango de 'objetivo fundamental' a la felicidad del Pueblo (junto a la grandeza de la Nación).

Tal vez, a los sorprendidos o renovados enemigos de la felicidad solo les interese la nuestra y no la del reino de Bhutan o la de otros países que se toman en serio la felicidad de sus habitantes. Tal vez suceda que la felicidad internacional les provoque a algunos, por comparación, una infinita tristeza, quién sabe. O quizá lo que se busca con este denuesto es poner en un escalón superior a la «alegría», en cuyo caso la solución no parece ser otra que abrazarse a la barra de un bar.