
Algo no funciona del todo bien en nuestra percepción de la moralidad pública. Por alguna razón, tenemos bien asumido que quien ejerce el poder político o desempeña una alta magistratura del Estado es una persona que, como mínimo, «debe dar el ejemplo a los ciudadanos»; esto es, ejercer como modelo de virtudes, no solo públicas sino también privadas.
Quisiera dejar expresada aquí mi discrepancia con esta forma de entender las cosas. Fundamentalmente porque creo que así como el poder y la democracia se construyen desde la base hacia la cúpula, no hay razones suficientemente poderosas que inclinen a pensar que con la moral pública ocurre exactamente a la inversa; es decir, que fluye desde la cúpula hacia la base.
Si, como parece razonable, el poder y la ética públicos son inescindibles -como tales manifestaciones de un mismo fenómeno- el verdadero sustento ético del poder se halla en esa masa aparentemente informe de ciudadanos anónimos y no en la elite que la gobierna.
Afirmo entonces la teoría de que somos los ciudadanos los que debemos dar el ejemplo cívico a nuestros funcionarios, y que estos -como no han sido seleccionados en el Olimpo, de entre los dioses- son personas normales y corrientes a las que no se les debería exigir otra virtud, ni más ni menos excelsa, que la rigurosa observancia de la Ley.
Pensar que un juez, por el solo hecho de administrar justicia (con minúsculas) deba ser una especie de superhombre, sin emociones, sin tentaciones, sin flatulencias, sin olores corporales, sin vicios menores, es una exageración que muy poco favor le hace a la llamada «forma republicana de gobierno», que presupone la igualdad de los ciudadanos ante la Ley y en el acceso a las magistraturas públicas.
Por supuesto, es razonable exigir que un juez no robe, no mate o no muela a palos a sus familiares más cercanos, porque esta exigencia en el fondo no significa otra cosa que esperar de aquél que cumpla con la Ley, que es la que nos prohibe a todos por igual hacer cosas como éstas.
Pero de allí a presuponer que un juez, por el solo hecho de administrar justicia (con minúsculas), deba ser un dechado de buenas costumbres (y no saltarse la cola del fiambre, dar generosas propinas, ayudar a cruzar a los ciegos la calle, estacionar de forma impecable, oler siempre a Carolina Herrera, beber solo Amargo Obrero); o, en fin, practicar asiduamente virtudes como la caridad, el gozo, la paz, la paciencia, la longanimidad, la bondad, la benignidad, la mansedumbre, la fidelidad, la modestia, la continencia y la castidad, hay una distancia bastante apreciable.
No está del todo claro que un juez «casto» (solo por poner un ejemplo) sea mejor juez que otro que se dedica con intensa devoción a los placeres de la carne, suponiendo que los dos se dediquen por igual a aplicar rigurosamente la Ley, como les corresponde hacerlo.
Mientras que un juez no se aparte del deber de cumplir la Ley y de exigir su cumplimiento a todos por igual, su falta de paciencia o de modestia (otra vez para poner solo ejemplos) es algo que se encuentra muy claramente fuera de la esfera de sus deberes públicos.
Insisto en que somos los ciudadanos los que, con nuestros comportamientos y actitudes, estamos llamados a modelar la ética pública. Nunca a la inversa.
De hecho, si algún día tengo la suerte de poder participar en una reforma de la Constitución, propondría sin lugar a dudas la inclusión de un artículo 19 bis, que dijera: Las acciones privadas de los funcionarios que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los ciudadanos. Ningún habitante de la Nación -especialmente si es funcionario- será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe.
Si me dieran también la oportunidad de cambiar las señales camineras y el código contravencional, propondría colocar enormes carteles que dijeran: Policías sueltos, avise a los animales.
La creencia de que son los altos funcionarios -jueces o no jueces, policías o animales- los que deban darnos lecciones a los demás sobre cómo conducirnos en nuestra vida pública y privada, sea a través de órdenes, de consejos o simplemente predicando con el ejemplo, es producto de una visión oligárquica del poder y de las instituciones que nos rigen.
Los que mandan, solo por el hecho de mandar, no son mejores personas que los que obedecen. No hay evidencia empírica de esto. De modo que así como los ciudadanos normales nos afirmamos en nuestra parcela de libertad para hacer con ella lo que nos plazca, sin más límites que los que señalan nuestras conciencias y las leyes que nos rigen, también estamos obligados a ser indulgentes con algunos vicios privados de los que ejercen el poder.
Como obligados estamos a ser inflexibles en la exigencia de que sean transparentes, honrados, capaces y responsables, porque en estas cuatro virtudes se resume el contenido mínimo esencial de cualquier ética republicana.
Artículo publicado originalmente el 22 de agosto de 2012 en esta dirección: http://noticias.iruya.com/newnex/sociedad/critica-social/3098-vicios-privados-y-virtudes-publicas-de-los-jueces-de-salta.html