Las redes sociales también matan

El auge de las redes sociales y la creciente facilidad que el mundo digital proporciona para la comunicación de los individuos han obligado a millones de personas a hacer cosas que antes no hacían habitualmente, como por ejemplo escribir.

Dicho en otros términos: las redes sociales -que basan la comunicación principalmente en la escritura- han forzado a los individuos ágrafos, incapaces de escribir o poco dados a ello, a expresarse por escrito.

Desde luego, no todo el mundo está bien preparado para escribir, como no todos lo están, por ejemplo, para hablar en público o para comportarse en determinadas situaciones sociales.

Es la escritura, mucho más que las imágenes y las fotografías, la que pone en evidencia los gustos, las aspiraciones, las ocupaciones y las rutinas de las personas.

Es bastante sabido que, a pesar del cuidado que quienes se comunican a través de las redes sociales ponen en la selección de las fotografías o de los relatos sobre su vida, es la calidad de la escritura la que realmente revela su capacidad profesional, su nivel intelectual y su preparación académica.

Pero las revelaciones no se detienen ahí. La escritura también puede poner de manifiesto el nivel social y la calidad de la educación de una persona; no ya su educación formal o académica, sino su crianza y su grado de aprendizaje de los buenos usos de urbanidad y cortesía.

Es un lugar común que la ortografía y la sintaxis constituyen auténticas «cartas de presentación» que preceden a una buena reputación en el nuevo mundo social digital. Pero más allá de la escritura correcta, sin fallos ortográficos ni deficiencias sintácticas, una escritura pobre, plana, poco imaginativa, de vocabulario limitado y con construcciones vulgares o mainstream revela ciertos aspectos de la personalidad que muchos, a buen seguro, preferirían ocultar.

El fenómeno es muy notable en aquellos que se consideran a sí mismos «clase alta» y que alardean (algunos con muy buen gusto, todo hay que decirlo) de riquezas, de viajes, de cultura y de modernidad vanguardista. Muchos de ellos sin embargo fracasan cuando deben enfrentarse al teclado, aunque solo se trate de escribir dos líneas.

Muchas veces esa imagen de opulencia y superioridad que transmiten las fotografías y el background es destruida en pocos segundos por un verbo equivocado, por un adverbio innecesario, por un sustantivo vulgar o, lo que es más frecuente, por la confusión entre preposiciones o por el uso arbitrario de los signos de puntuación, incluida la mala colocación de las comas.

La escritura de nuestro Facebook o nuestro Twitter es el equivalente virtual de nuestro botiquín del baño, cuyo contenido a veces dejamos expuesto sin querer cuando en una reunión social algún invitado nos pide, inesperadamente, pasar al toilette. Así pues, mientras el dueño de casa se esmera en contar sus hazañas políticas y en hacer brillar su aristocrático árbol genealógico, en medio de un despliegue de servicio de plata, porcelana de Sèvres y cristal de Bohemia, el invitado descubre accidentalmente que el anfitrión guarda detrás de un espejo móvil un vulgar remedio para el pie de atleta o las hemorroides.

Con la escritura en las redes sociales pasa exactamente igual: su pobreza y su vulgaridad nos pueden matar (socialmente hablando) o, en el mejor de los casos, rebajarnos notablemente en la consideración y estima de nuestras amistades; sin contar con el solaz que le proporcionamos a nuestros enemigos que, aunque ellos no lo admitan, de vez en cuando nos stalkean de una forma descarada.

El mejor consejo que se podría dar a aquellas personas que desean sobrevivir en las redes sociales y que piensan que presumiendo de grandes fincas, de pathfinders y de un pasado «humanista moderno» conseguirán despertar la admiración de sus relaciones, es que contraten a alguien «léido» que escriba por ellos; o, en su caso, que ellos mismos se vuelquen a la lectura de los grandes clásicos, prescindiendo, en lo posible, del diario local.