
A estas alturas, más que de una dinastía familiar, cohesionada alrededor de valores morales y de un cierto espíritu tradicional, parecería más acertado hablar de una obsesión hereditaria y enfermiza, que atraviesa generaciones y que, antes que un proyecto serio de sociedad madura y justa, nos habla de sus sueños y sus delirios para las dos décadas que tenemos por delante.
El joven candidato probablemente ignora -no por falta de inteligencia sino por pura conveniencia- que la Salta que él dice ahora querer cambiar en los próximos veinte años es, en gran medida, la Salta que lograron erigir, con diferentes niveles de esfuerzo y dosis de creatividad, primero su abuelo (Gobernador de Salta entre 1983 y 1987) y un poco más tarde su padre, que ejerció el mismo cargo entre 1995 y 2007. Ellos también, en su época, fueron «de veinte en veinte».
Los dos, padre e hijo, gobernaron -según ellos- «mirando al futuro». Pero mientras el primero fue un reformista audaz, un moderno a su manera, un fighter, en el sentido más deportivo de la expresión, el segundo se caracterizó por su profundo conservadurismo, por su aploschada quietud, y por su probada incapacidad de transformar a la Provincia a la que gobernó por más de una década y en cuya política influye desde hace cincuenta años.
Muchos salteños ven con una mezcla de desconfianza y hastío la salida a la arena política de Juan Esteban Romero (hijo y nieto de los anteriores) pero su aparición no deja de ser una buena noticia para los que sueñan con una Salta en la que se hayan extinguido definitivamente los cacicazgos autoritarios y en la que la sucesión cuasipatrimonial en el poder político monopolizado durante generaciones haya llegado a su fin.
Cualquier dinastía poderosa que se haya formado al amparo del poder enfrenta lo que, especialmente en el ancho mundo de los negocios y del dinero, se conoce como «la maldición de la tercera generación».
Muy pocas dinastías familiares, económicas y políticas, han sobrevivido a este sino fatal y, por lo que se asoma en el horizonte, no parece que la salteña vaya a ser una excepción. Quienes han hecho encomiables esfuerzos por convertir a la política en un negocio, saben que si los negocios se dejan en herencia, los altos cargos en la política también se pueden legar, ya sea en vida o por disposición de última voluntad. La maldición también les afecta a ellos, aunque crean tener la vaca atada por muchos años más.
La transferencia de activos a la tercera generación es la primera señal de un deterioro casi inevitable, por lo que los demócratas salteños solo deben sentarse a esperar a que llegue el ansiado momento en que la dinastía se descompondrá definitivamente. Y esto -creámoslo o no- es una excelente noticia para nuestra convivencia.
Seguramente nos preocupa la amplia tolerancia social que existe hacia los comportamientos dinásticos y nepotistas. Pero lo que debería preocuparnos más es el modelo de dinastía política que se ha instaurado entre nosotros, que pretende presentarse ante el gran público como la emulación de las familias Kennedy o Bush, pero que en realidad, por una compleja combinación de factores, se parece más a las de algunos países árabes.
A cualquier salteño interesado en el tema le resultará más fácil encontrar parecidos entre los últimos cuarenta años de política lugareña con la segunda primavera árabe en Egipto, en la que el entonces presidente Hosni Mubarak (posteriormente depuesto y condenado) intentó dejar su cargo en herencia a su hijo Gamal, jefe del partido oficial del régimen e hincha del Barça. O lo sucedido en Libia durante la tercera primavera árabe, cuando los rebeldes tuvieron que hacer frente a los intentos de ungir como líder del país a Saif al Islam Gadafi, el hijo mayor del dictador. Y todo ello sin contar con el gran protagonista de la cuarta, que derivó en una guerra sangrienta, que es nada menos que Bashar el Asad, hijo del viejo Hafez el Asad y hermano menor del que fue en su momento el heredero designado por su padre, Basel el Asad.
Pero si los árabes, acostumbrados a ver como algo natural que el político con cargo y poder se incline por favorecer a sus familiares más directos, han reaccionado contra este tipo de abusos, la actitud de los salteños, que ven en esta y en otras dinastías «algo natural», consustancial a la vida política local y que prácticamente no tiene solución, no solo es incomprensible sino que hasta que pueda ser expresivo de un atraso mental y social considerable.
Como ciudadanos, cuando admitimos o nos resignamos a convivir con este tipo de abusos del sistema, estamos olvidando que los políticos no existen para hacer valer sus intereses particulares, ni para favorecer a amigos o parientes. Cuando hacen cosas como estas, los políticos traicionan profundamente el sentido de su elección y desnaturalizan su legitimidad, que no consiste en otra cosa que servir al prójimo y hacer prevalecer los intereses generales de los ciudadanos.
Las dinastías políticas familiares sobreviven, allí donde lo hacen, en base a lo que se podría llamar el afecto tradicional que disfrutan del resto de los ciudadanos y que ha sido heredado de sus antecesores. Pero esto no sucede en Salta ni por aproximación, pues en nuestra Provincia, por muchos méritos que pudiera haber tenido la dinastía en cuestión (algo que juzgará la historia en el momento debido), los odios siempre han sido más directos, más intensos y más cuantiosos que los afectos, un sentimiento que con el paso del tiempo se circunscribe ya a un pequeño grupo de leales y de antiguos empleados.
Cada individuo, cada familia, tiene un tiempo exacto señalado. Los más sabios advierten con cierta anticipación la llegada fatal de este término. Los menos, intentan echarle pulsos absurdos e inútiles al calendario y al sentido común, intentando extender la vitalidad propia y la del grupo que conforma, más allá de cualquier razón.
El tiempo es el que pone las cosas en su lugar y el que termina dándole la razón (así hayan pasado varios siglos) a los que se lo toman con calma y no se desesperan ante la amenaza -cierta, tangible y casi inminente- de dejar de mandar sobre la vida de otros, de dejar de llenar las alforjas y de pasar a la historia como auténticos inútiles con poder.