
Estamos hablando, sin dudas, del primer Urtubey, aquel que parecía sinceramente dispuesto a construir puentes teóricos y metodológicos que enlazaran el malhadado enfoque de políticas públicas con otros modelos que estaban por entonces abriéndose camino, como los de policy networks, gobernabilidad o gobernanza; y no del segundo Urtubey: el que dejó de lado lo poco de bueno que podría haberle aportado el rigor metodológico, al rendirse a las fuerzas oscuras de la política sin que la realidad lo presionara en lo más mínimo; del Urtubey acaparador de poder que se sumó rápidamente a aquellas fuerzas oscuras con su discurso egocentrista, facilista e insolidario.
Si volvemos la mirada sobre el tiempo que ha transcurrido desde 2007 hasta el presente, podremos descubrir con un mínimo esfuerzo que el discurso sobre las «políticas públicas» balbuceado por Urtubey y sus secuaces no tenía por objeto exaltar el papel de aquellas políticas como variable, instrumento u oportunidad para la gobernabilidad. Los que se llenaron la boca con esto de las «políticas públicas» -casi todos ellos pequeños teóricos de la ciencia de la administración- tampoco acertaron en convertirlas en una unidad de análisis en sí misma, ni en campo de reflexión sobre la acción pública y la naturaleza del Estado.
Al contrario, parece que el único objetivo que perseguían entonces los partidarios acérrimos de este enfoque teórico era el de distanciarse de la política tradicional (llamémosle, «la política no científica»), esgrimiendo un discurso poco asequible para el resto de los protagonistas políticos. La idea que campaba entonces en los despachos era la de dejar en la cuneta a una parte sustancial de la dirigencia política local (potenciales opositores), que jamás habían estudiado en la universidad cosas tan complicadas como estas.
Con el paso del tiempo, Urtubey comenzó a entender que el poder es más útil y proporciona más satisfacciones personales en la medida en que no se ejerce con sujeción a esquemas teóricos prefabricados, que obligan además a tener en cuenta la opinión de los demás.
La elección no fue entonces difícil: antes que gobernanza o políticas públicas es mejor gobernar «a la que te criaste», sin tener en cuenta otra opinión que no sea la propia.
Urtubey habría cometido, sin dudas, un millón de errores si se cerraba en los enfoques academicistas y el gobierno seguía reivindicando su absoluta pureza teórica frente a una realidad compleja, poliédrica y difícil de comprender. Pero el error mayor consistió en tirar un buen día los libros por la ventana e intentar gobernar con el instinto. Un instinto, además, escasamente agudo y muy poco desarrollado.
Es difícil establecer con exactitud el momento en que Urtubey hizo el switch, pero si hacemos un pequeño esfuerzo de comprensión podríamos llegar a descubrir un momento crítico en el que el Gobernador se vio de repente rodeado de un poder enorme, sin oposición política y sin controles institucionalizados. Seguramente aquel día el personaje reaccionó como muchos con una base moral parecida a la suya habrían hecho: «Lo de las políticas públicas es un cuento para giles. Aquí mando yo, y se acabó».
Lo más llamativo de este asunto es que el gobierno de Urtubey se equivocó tanto cuando intentó dejarse guiar por el rigor teórico y metodológico, como cuando, después de tirar la chancleta, el Gobernador se dedicó a usar del poder sin bridas epistemológicas que lo sujetaran. El suyo debe ser un caso único en el mundo.
En 11 años y medio de gobierno, Urtubey no hizo tantos esfuerzos por solucionar los problemas colectivos de los salteños como por alejarse de la realidad. Para cualquiera con un mínimo de pensamiento racional, el mejor gobierno es el que más se acerca a la realidad concreta de los problemas e intenta darles solución. Para Urtubey, sin embargo, era más fácil crear una realidad paralela, a la medida de sus gustos y de sus necesidades.
En el fondo, el enfoque de las políticas públicas le obligaba a sumergirse en una realidad áspera, contradictoria y desagradable, y, además, si hubiera llevado a su gobierno por aquella senda se habría visto forzado a abrir un espacio de participación plural y variada de actores con subjetividades, posiciones, ideas y discursos diferentes, a los que el gobierno debía reconocer. Se dio cuenta de que eran demasiadas concesiones y decidió entonces tomar el atajo del poder con rienda corta.
Pero el poder omnímodo, que en algunas sociedades da buenos resultados, cuando se ejerce por un tiempo prolongado, en Salta no ha dado ninguno. Es verdad que Urtubey ha atendido -con parches y soluciones tercermundistas- las necesidades de pueblos y ciudades históricamente postergadas, pero es que con muy poca cosa que hubiera hecho, ya habría hecho mucho por unos pobladores que no tenían agua, luz, cloacas, gas o calles pavimentadas. Hoy quizá esos servicios están más extendidos, pero su calidad sigue siendo ínfima y las condiciones de su disfrute, infames.
Como nos estamos acercando al momento de hacer balance, y aunque el Gobernador no quiera rendir cuentas, se ha de concluir en que Urtubey es un mal gobernante, un líder deficitario con escasa propensión al trabajo y con una marcada alergia al sacrificio y al esfuerzo. Si su meta política era la de superar a Romero, nadie duda de que lo ha hecho y con creces, entre otros motivos porque poner un palo más que Romero es la cosa más fácil del mundo, teniendo en cuenta la paupérrima calidad de su gobierno.
El caso es que Urtubey ha buscado, al menos en sus comienzos, alcanzar la gloria mediante un gobierno metodológicamente intachable, y ha terminado hundido en los infiernos como líder de un gobierno desarticulado, inerme e ineficaz, y que cada vez se parece más a un club de amigos y cada vez menos a una institución seria y respetable.