
Juan Manuel Urtubey es un político derrotado doblemente: en las urnas y en la realidad. Pero es de esa clase de personas que se empeña en darle la vuelta a los argumentos para que la sociedad lo perciba como un winner y no como un loser. Ya sucedió en 2017.
Después de su escandaloso traspié en las elecciones nacionales del pasado 10 de noviembre, Urtubey no ha ahorrado esfuerzos por ocupar espacios en los medios de comunicación controlados por su gobierno. Más o menos igual que en los doce años anteriores, pero con la particularidad de que esta vez los mensajes son más directos y autolaudatorios que de costumbre, como emitidos por alguien que no está muy seguro de que la gente común vaya a volver a creerle alguna vez las cosas que dice.
El problema es que todo este despliegue de maldad insolente lo siguen pagando los salteños y se lleva a cabo gracias a un guiño del Gobernador electo, a quien no le hubiera costado nada pedirle al Gobernador actual mayor austeridad y veracidad en la comunicación pública.
Pero como las cosas son como son en Salta, en los escasos 30 días que separan la fecha de la derrota formal en las urnas de la fecha del traspaso del poder, los ciudadanos estamos expuestos a un espectáculo unipersonal protagonizado por quien deja a la Provincia en un estado de emergencia estructural, con sus instituciones semidestruidas o desactivadas a propósito y al gobierno asido a una frágil rama de soluciones provisorias e inestables pegadas con cinta Scotch.
De repente, tras la derrota y el descalabro de las cifras, florecen en Salta las escuelas, los policías se llenan de biromes para apuntar la matrícula y el documento de los pequeños infractores mientras hacen la vista gorda frente a las tropelías de los mafiosos; los hospitales se pueblan de golpe de médicos y de instrumentos de diagnóstico, al mismo tiempo que la salud de los salteños se deteriora sin remedio y no se consigue evitar la muerte de personas por desnutrición; el turismo celebra su epifanía y la cultura -muerta y enterrada desde hace meses- recobra una cierta espiritualidad «nochera».
Salta es tierra de prodigios, pero no de este tipo. Con su popularidad anclada en los zócalos del sistema, Urtubey carece ya de credibilidad frente a su electorado primario, y sobre todo de tiempo, para vender buzones a sus gobernados, a los que ha defraudado con sus gestos personalistas de «niño bien, pretencioso y engreído». De sus aspavientos solo queda la impresión de que quien fuera protagonista absoluto de la política salteña en los últimos 12 años busca retirarse con el glamour y la pompa de aquellos que han hecho bueno y positivo algo por sus pueblos.
Pero este no es el caso, puesto que una cantidad bastante apreciable de salteños sabe que Urtubey, con argumentos parecidos, ha provocado más daños de los que podría causarnos un terremoto de magnitud 8 en la escala de Richter.
Mientras los parásitos que han crecido a su sombra buscan hoy cobijarse debajo del poncho de Gustavo Sáenz (una prenda sorprendentemente elástica), Urtubey pretende por todos los medios convencer a propios y extraños de que los resultados electorales son meros «detalles de la historia» y que los derrotados pueden pasar por ganadores y viceversa, con solo ajustar unas cuantas cositas en la oficina de prensa.
Es imperioso que los resultados de las elecciones sean respetados; que quienes han recibido un mínimo apoyo electoral abandonen los primeros planos del espacio público y dejen que los ganadores tomen las decisiones. Así funciona la democracia que Urtubey y sus partidarios están empeñados en subvertir.
Y aunque algunos se dejen los codos en la inmoral tarea de seguir estirando la capacidad de cobijo del poncho, hoy hay una sola persona que puede asegurar en Salta que el resultado electoral no se convierta en una farsa. Esa persona se llama Gustavo Adolfo Ruberto-Sáenz Stiro.