
Habría que empezar recordando que el Consejo de la Magistratura de Salta -órgano constitucional pomposo, amorfo e inútil- fue introducido de forma forzada por los constituyentes de 1998, que creyeron entonces dar un paso de gigantes copiando de mala manera el diseño del consejo homónimo nacional, que había sido inventado -también sin demasiada coherencia- cuatro años antes por quienes reformaron la Constitución federal en 1994.
En mi opinión, los operadores políticos (los de ahora, no los de antes) se olvidan de que con esta tímida e incompleta innovación institucional, nuestro país intentaba dejar atrás más de un siglo entero de una administración de justicia casi calcada a la de la Constitución de los Estados Unidos de América, en un intento -bastante desembozado- de «acercar» nuestras instituciones judiciales a las europeas.
Debo decir que si la intención era esta (europeizar nuestra justicia), el fracaso es casi absoluto.
Como resultado de la desordenada superposición de dos sistemas en buena medida inconciliables, los Consejos de la Magistratura (tanto el nacional como el provincial) navegan hoy en aguas procelosas, hasta el punto de que ninguno de los dos puede compararse con sus homólogos europeos.
El caso de Salta es mucho más preocupante, puesto que el Consejo de la Magistratura nacional al menos intenta moverse en un espacio competencial algo más amplio, recortando -cada vez que puede- las facultades de la Corte Suprema en orden al gobierno del Poder Judicial federal.
Pero en Salta sucede todo lo contrario. La Corte de Justicia local avanza cada vez más sobre el Consejo de la Magistratura, hasta el punto de que este se ha convertido en un órgano satélite de la Corte y en un terreno abandonado a la influencia del ala más endogámica y autárquica de la judicatura; lo que ocurre por desidia o impotencia de los políticos y de los abogados, que también lo integran a título de consejeros.
Aquí el problema parece más de orden psicológico que político, puesto que los legisladores y los abogados experimentan una suerte de temor reverencial ante los jueces de la Corte de Justicia, a los que, sin motivo ni razón que lo justifique, se los considera «más capacitados» en materia judicial. Los salteños pagamos un precio muy alto por este complejo, no solo en el Consejo de la Magistratura sino también en las cámaras legislativas, por cuyos pasillos los altos jueces se pasean con ínfulas de sabio y exigen reverencias mayestáticas, ante la dócil y condescendiente mirada de los que dicen representar a la soberanía popular.
Es prácticamente imposible que el Consejo de la Magistratura funcione adecuadamente si no controla la totalidad del gobierno del Poder Judicial (un mango de sartén que la Corte no dejará escapar de sus manos ni que le echen agua caliente) y, sobre todo, si no existe un régimen de carrera, reglado y previsible, para nuestros magistrados y magistradas, como sucede en los países europeos en donde funcionan los verdaderos Consejos de la Magistratura.
Pero como este es un tema que ameritaría un tesis doctoral y un objetivo de semejante envergadura no está a mi alcance, permítanme centrarme en la propuesta de hacer que las «ternas» que confecciona el CDM tras las pruebas de selección «obliguen» al Gobernador de la Provincia a elegir, de entre los tres nombres propuestos, el de aquel que haya obtenido el más alto puntaje en los exámenes.
Esta idea es sencillamente absurda, puesto que, de ponerse en práctica, sustituiríamos la «terna» constitucional por un «podio», como en el Tour de Francia o en las competencias olímpicas.
Por supuesto que es buena idea que el Gobernador elija solo al mejor y no al mejor de sus amigos. Pero la solución para este problema no es conformar ternas cerradas, sino simplemente anular estas ternas y dejar claro que el ganador del concurso se hará con la plaza, no antes de que el Gobernador de la Provincia firme el correspondiente decreto de su designación.
Se nos presenta aquí otra cuestión importante, que alerta otra vez sobre la mala e inoportuna superposición de instituciones judiciales modeladas, unas, al estilo norteamericano y, otras, al estilo europeo.
A mi juicio, el Poder Ejecutivo (el Gobernador) solo puede intervenir en el proceso de designación de los jueces firmando el decreto en su calidad de Jefe del Estado, como lo hace por ejemplo el Rey de España o el Presidente de la República Italiana. Ninguno de estos «elige» al que va a ser juez; se limita a designarlo, con lo cual queda perfectamente cubierta la intervención del Poder Ejecutivo en el proceso de designación, como sucede en aquellos países de Europa de donde nuestros constituyentes han creído copiar la institución del Consejo de la Magistratura.
La elección por el Gobernador de uno entre tres es una deformación propia de la mezcolanza de sistemas. Ocurre otro tanto con el acuerdo senatorial, que cada vez tiene menos sentido desde que los diputados provinciales (que son igualmente representantes del pueblo) tienen la posibilidad de tener un asiento en el Consejo de la Magistratura. Teniendo en cuenta de que en Salta los senadores provinciales son elegidos exactamente de la misma forma que los diputados (entre ellos no hay ninguna diferencia de rango ni de poder de representación), no hay ningún motivo para que la conformidad de los diputados con un candidato a magistrado no pueda tener el valor de «venia integrativa» del Poder Legislativo respecto del acto administrativo de designación.
Si, como parece, el Consejo de la Magistratura (institución de clarísimo origen europeo) se va a mantener en nuestro diseño institucional, lo único que se puede hacer con él es reformarlo para que funcione mejor.
Esto quiere decir que se han de someter a revisión en profundidad los mecanismos de articulación de sus decisiones con los de otros poderes del Estado. El principal link que hay que revisar es el que conecta la decisión selectiva del CDM con la decisión administrativa del Gobernador, con el acto de investidura que supone el decreto de designación. En este caso, el Gobernador no debe actuar como jefe del gobierno, sino como Jefe del Estado; es decir, no actuar como el líder de una parcialidad política que elige a los jueces según su gusto, sino como la máxima autoridad de la Provincia que es.