
Vale la pena repasar los fundamentos de esta sorprendente imputación, a la luz de que lo se ha publicado -oficialmente- en el sitio web de los fiscales penales de Salta.
La información oficial comienza diciendo que la audiencia de imputación del ministro Pulleiro se celebrará el próximo día martes 13 de julio y que el funcionario deberá responder por los «desbordes» (sic) ocurridos el pasado 16 de junio, durante los actos por el bicentenario de la muerte de Güemes. Por supuesto, viniendo de quien viene, esta magna fecha ha sido mencionada en el escrito fiscal como «del Bicentenario del Paso a la Inmortalidad del General Martín Miguel de Güemes».
El delito que se imputa a Juan Manuel Pulleiro es el de «incumplimiento de los deberes de funcionario público, en calidad de autor material y en perjuicio del Orden Público» (sic).
Es bastante sabido que en la Argentina el delito de incumplimiento de los deberes de funcionario público es una especie de cajón de sastre en el que caben conductas variopintas, que generalmente están más relacionadas con asuntos políticos coyunturales que con acciones materiales de incumplimiento de obligaciones previstas en normas jurídicas preexistentes; pero en el caso del señor Pulleiro hay algunos elementos particulares, conforme se desprende de la lectura del escrito fiscal.
El lenguaje empleado en el escrito de acusación fiscal emana un cierto tufillo de venganza personal y política. Hace poco, Pulleiro puso en duda que la actuación de la Fiscal de Derechos Humanos en relación con algunos policías fuese justa y equilibrada. Es muy posible, pues, que la imputación que se ha conocido ayer sea una especie de «devolución de atenciones». De aquellos polvos vienen estos lodos.
En un arrebato de contundencia acusadora, los fiscales escriben sobre Pulleiro:
«Habría inobservado los deberes funcionales a su cargo, al autorizar deliberadamente el quebranto de las normas sanitarias vigentes en el territorio provincial, no sólo por no ejecutar aquellos actos inherentes a su cartera, sino también por no impartir las directivas atinentes a la situación irregular en curso al personal policial ubicado en el lugar, y cuya subordinación operativa les impedía actuar sin mediar las órdenes correspondientes».
El meollo de la imputación está constituido, pues, por dos conductas omisivas, que los acusadores fiscales sostienen que equivalen a una autorización deliberada.
Es posible que en psicología (rascando un poco el fondo de armario freudiano) se pueda hablar de una autorización deliberada al (1) no ejecutar aquellos actos inherentes a su cartera (que no se dice cuáles son) y al (2) no impartir las directivas atinentes a la situación irregular en curso al personal policial ubicado en el lugar.
Pero no sucede así en Derecho, un campo científico en el que las conductas omisivas imputadas jamás pueden constituir una autorización deliberada. Si ha habido omisión -extremo más que dudoso- la autorización que de ella puede presumirse es siempre implícita. Si perfectamente puede ocurrir que una omisión de deberes sea deliberada, lo que no puede serlo jamás es la «autorización» que se deriva de una omisión determinada.
Y añaden los fiscales:
«Es que según la normativa vigente, el funcionario en cuestión, tiene la obligación de arbitrar los medios para hacer cumplir todas las disposiciones tendientes a garantizar la seguridad personal de la comitiva presidencial y demás autoridades presentes, pero también de garantizar el desarrollo regular de los actos conmemorativos y la vigencia y operatividad de las medidas dispuestas por el COE para reducir el riesgo de propagación del virus SARS-CoV-2 en el territorio provincial».
Esta contundente afirmación de los fiscales ha sido acompañada -afortunadamente- por una prolija aunque no exahustiva mención de las normas que, a juicio de los fiscales, establecerían la citada obligación de «arbitrar los medios».
A estos efectos, el escrito fiscal menciona las siguientes normas:
Los Decretos de Necesidad y Urgencia del Presidente de la Nación:
260/2020
287/2020
297/2020
325/2020
355/2020
408/2020
459/2020
493/2020
520/2020
576/2020
605/2020
641/2020
677/2020
714/2020
754/2020
792/2020
814/2020
875/2020
956/2020
1033/2020
67/2021
125/2021
168/2021
235/2021
241/2021
287/2021
334/2021
Las leyes provinciales
8188
8206
La resolución del COE nº
13
Si nos dejamos llevar por la catarata visual de números y de fechas, parecería que el señor Pulleiro, desde los Diez Mandamientos hacia abajo, pasando por el Código de Hammurabi, ha violado cuanta norma se le ha puesto en el camino. Pero esta es solo una ilusión óptica.
En primer lugar, Pulleiro no pudo haber violado ninguna norma de carácter federal, pues todas ellas -al menos las mencionadas por los fiscales en su imputación- cuando establecen obligaciones que deben ser cumplidas por los gobiernos provinciales, tienen como sujeto pasivo de tales obligaciones al Gobernador de la Provincia, que es quien representa a la autonomía provincial ante el gobierno federal, a todos los efectos.
Por consiguiente, si en los pasados actos de Güemes en algún momento se han transgredido los 27 DNU presidenciales (que es ya una cifra monstruosa), quien debe responder por tales transgresiones es el Gobernador de la Provincia, y no un ministro suyo en particular, a menos que este haya cometido un delito a título de partícipe necesario.
Lo que los fiscales no valoran al citar los 27 DNU del Presidente de la Nación es que fue él quien, en definitiva, propició los «desbordes» de los que se acusa a Pulleiro. Es decir que si la misma autoridad que firma los 27 DNU es la que los incumple, poco más se puede hacer que instruirle una causa penal al propio Presidente.
Huelga decir que los fiscales ni se han preocupado por imputar al Gobernador de la Provincia y, menos aún lógicamente, al Presidente de la Nación.
Pero lo divertido es que dentro de la maraña de normas citadas por los fiscales no se encuentra una obligación concreta, atribuida al Ministro de Seguridad de la Provincia de Salta, de «arbitrar los medios para hacer cumplir todas las disposiciones tendientes a garantizar la seguridad personal de la comitiva presidencial y demás autoridades presentes».
Es más; resulta impensable y en buena medida absurdo que la seguridad personal del Presidente de la Nación y de quienes lo acompañan pueda quedar solo en manos de la autoridad local.
Y si no que se lo pregunten al señor J. J. Jiménez, quien en 1987 diseñó en Salta un prolijo dispositivo de seguridad para la visita del papa Juan Pablo II que fue arrojado violentamente a la papelera por los expertos de seguridad del Vaticano. Cuando vio su plan hecho añicos por unos desconocidos polacos, Jiménez -refiriéndose al Papa- exclamó: «¿Pero quién se cree este cura que es? ¿Robert Redford?»
Culpar a Pulleiro de no «arbitrar los medios» para cuidar de la seguridad del Presidente es casi un sarcasmo, pues fueron los partidarios y simpatizantes del propio Presidente, con su anuencia y beneplácito, los que se saltaron la soga dispuesta por la Policía de Salta. ¿Por qué razón no se ha imputado por los mismos hechos a los legisladores y funcionarios nacionales salteños que lideraron el «desborde»?
Pero vamos a lo que vamos.
Si los DNU y las leyes no establecen ninguna obligación de medios, no señalan específica e inequívocamente al Ministro de Seguridad de Salta como la autoridad obligada a adoptar ciertas medidas, todo se reduce a lo que dice la resolución nº 13 del COE, que es una norma administrativa de rango menor.
Es decir, que la imputación a Pulleiro no es por omitir el cumplimiento de sus obligaciones legales, sino, teóricamente, por no haberle hecho caso al COE. Un organismo del que Pulleiro ¡forma parte!
Pero ¿qué dice el COE sobre este asunto?
Según los fiscales, el artículo 6º de la resolución nº 13 establece la (importantísima) prohibición de circular fuera de horario predeterminado, para el personal no esencial ni autorizado. Es decir que si cualquier gaucho anda vagando por las calles (como el extraño de pelo largo), la responsabilidad no es del errante solitario sino de Pulleiro.
Además dicen que el artículo 8º establece el uso del barbijo o tapabocas obligatorio, y el distanciamiento social obligatorio. Otra vez, la culpa de que alguien no lleve la máscara bien puesta o se refriegue con otra persona en la calle es de Pulleiro.
Finalmente, y en lo que parece más grave, se cita el artículo 11 de la resolución nº 13 del COE en la parte que dice: «Instar al Ministerio de Seguridad a implementar estrategias de refuerzo de los controles a los fines del efectivo cumplimiento de la normativa sanitaria y protocolos vigentes. Los Municipios complementariamente deberán asumir, dentro del marco de sus competencias, el control del cumplimiento de las disposiciones y protocolos vigentes, para todas las actividades que se encuentran habilitadas en sus respectivas jurisdicciones».
Si este es el meollo de la acusación de incumplimiento de deberes que pesa sobre Pulleiro, su defensa lo tiene muy fácil: le basta con demostrar que, antes del acto, el ministro ha «implementado las estrategias de refuerzo de los controles» a que la norma le obliga. Pero, muy claramente, es esta una obligación de medios y no de resultados, por lo que los fiscales no pueden pedirle responsabilidad si, al final, los controles reforzados no han surtido el efecto previsto, porque alguien se los ha saltado y además lo ha hecho por la fuerza. Con haber sido «reforzados» es suficiente para liberarse de la imputación.
Sin embargo, hay algo más: la responsabilidad «complementaria» de la Municipalidad de Salta, que los fiscales también han pasado por alto, y solo porque les cae simpática la Intendenta y mucho más gordo les cae el enjuto coronel.
Si la intendenta Bettina Romero tiene coraje para subirse al Jeep con el Gobernador de Salta y el Presidente de la Nación, luego no puede alegar la incompetencia municipal en el asunto, pues se ha de entender que el acto de homenaje a Güemes es también una «actividad habilitada» en su jurisdicción. Y si así no lo reconoce, que reconozca también que no le correspondía subirse al Jeep militar, sin observar el preceptivo distanciamiento social y violando al mismo tiempo todas las normas de seguridad vial conocidas y por conocer.
En conclusión
A Pulleiro le atribuyen los fiscales una conducta dolosa (una «autorización deliberada» para quebranto -debió decir quebrantamiento- de las normas sanitarias). Claro, si el ministro le dice a un policía: «Vaya usted Puca y viole la ley para que este acto fracase estrepitosamente», el agente reaccionará musitando: «¡Y bué! Si el ministro me lo pide...»Pero la prueba de esta acusación no puede estructurarse en base a simples cálculos de probabilidad y de juicios más o menos lógicos. O hay pruebas materiales de que hubo una «autorización deliberada» (documentos y, en última instancia, testigos) o el animus permisivo del funcionario será en cualquier caso imposible de demostrar.
Cuando se dice que Pulleiro es -o sería- culpable de no ejecutar aquellos actos inherentes a su cartera, cualquier acusación mínimamente seria y respetuosa del derecho de defensa del imputado haría en el mismo escrito una relación detallada de los actos cuya ejecución no se ha verificado. La información oficial de los fiscales guarda un sospechoso silencio en este punto.
La acusación de no impartir las directivas atinentes a la situación irregular en curso al personal policial ubicado en el lugar, es tan endeble y poco fundamentada que apenas si caben comentarios. Antes que intentar probar que el ministro no impartió las «directivas atinentes» se debe probar la efectiva existencia de una «situación irregular en curso», porque para muchos de los que allí estaban -incluido el Jefe del Estado- la situación era «perfectamente regular», y allí reside una buena parte del problema.
Además, se debe demostrar que Pulleiro había acudido a los actos de Güemes, no a simple título protocolar, sino como jefe de la seguridad del territorio. Porque es perfectamente posible, que si todo pintaba normal y pacífico, el ministro no tuviera ninguna posibilidad de dar órdenes a la Policía, bien porque la Policía ya tuviera estas órdenes desde antes, o bien porque, al acudir como simple invitado a los actos, ni siquiera llevaba un handy para comunicarse con el jefe. Hacer lo contrario equivale a imputar de tentativa de homicidio al director de un hospital que acude a un casamiento en el que se desmaya un invitado y se espera que él llame a la ambulancia.
Una vez probada la «situación irregular en curso» y el papel que le cabía a Pulleiro en los festejos, la acusación debe detallar qué tipo de directivas el ministro debió impartir y en virtud de qué norma jurídica, porque vivimos en un Estado de Derecho y un ministro no puede pronunciar un «marche preso» porque a él se le antoje.
Se debe probar, además, que los policías desplegados en el lugar tenían en aquel momento la autoridad suficiente para imponerse a la horda de funcionarios/militantes, autorizados por el Presidente y los agentes de su seguridad, que habían federalizado de hecho el territorio que pisaban en esos momentos.
Porque aunque las «directivas atinentes» se hubiesen efectivamente impartido, es muy probable (tratándose de Salta) que la impotencia policial hubiera hecho inútil cualquier orden y que la única solución posible fuera emprenderla a bastonazo limpio contra el Presidente de la Nación y sus simpatizantes y sostenedores, algo que puede caber en la cabeza kafkiana de algunos fiscales, pero no en la cabeza normal de un ciudadano común.