
En cualquier parte del mundo los fiscales hacen su trabajo bien, mal o regular. Al fin y al cabo son seres humanos como cualquiera de nosotros.
Pero en Salta sucede algo muy particular: los fiscales que caen en desgracia a los ojos del Procurador General de la Provincia son perseguidos encarnizadamente por su jefe hasta los límites mismos de la humillación. Es decir, de independientes no tienen más que el nombre. Lo del «decoro» de la profesión fiscal no es más que un adorno que se inserta en algunas medidas cautelares bárbaras e inhumanas.
Claro que esta persecución no asume la forma de una cacería humana como la que se puede escenificar en otros entornos laborales. Aquí, en el selecto y acotado universo fiscal, el mobbing es mucho más sutil, pero no por ello menos dañino de la independencia de los fiscales y de su intrínseca dignidad como personas.
Destruir la carrera de algunos y algunas se ha convertido no solo en una obsesión personal, sino que es un modus operandi en toda regla. Muchos fiscales y fiscalas se han dado cuenta ya de esto, pero como no pueden armar una revuelta interior, porque la ley se los prohíbe, callan y resisten, esperando a que el Señor del Milagro los libre de todo castigo.
Comienza el proceso con la distinción entre fiscales «buenos» y fiscales «malos», pero no en función de su mayor o menor productividad, o de su apego o desapego a la ley y a la regularidad procesal. La etiqueta se cuelga teniendo en consideración el grado de connivencia de los fiscales con los delincuentes investigados.
En Salta no basta con ser un fiscal «malo» a secas. El título se porta con propiedad cuando el jefe dice que el señalado o la señalada ha incurrido en trapicheos varios con aquellos a los que debía investigar y no investigó, o con los que favoreció adoptando decisiones prevaricadoras.
Los fiscales instructores cambian de sitio y de asunto con sorprendente soltura, sin apenas darse cuenta de que su discrecional rotación vulnera la garantía constitucional del «juez natural» que históricamente ha protegido a los ciudadanos de la arbitraria designación de los instructores de sus procesos penales. Salta puede enorgullecerse de ser la primera provincia del país en tener fiscales «según la cara del cliente». Como Groucho Marx con sus principios, el dueño del circo siempre tiene a flor de labios aquello de: «Si no te gusta este fiscal, tengo otros».
Nunca hay pruebas objetivas sobre las desviaciones morales de los fiscales. Justamente en un mundo en el que la prueba debería ser la reina del proceso y debería haber un retrato de Carnelutti en cada oficina, se condena al infierno a algunos magistrados que no son del agrado del que manda por lo que se podría llamar «secretos a voces», que es, por definición, una no-prueba. Carnelutti lloraría lágrimas de sangre.
Que fulano jugaba al rugby con mengano, que zutano intercambiaba mensajes por Whatsapp con perengano, que la hijita de uno comparte jardín de infantes con la hija de otro o que sus mujeres hacen las compras juntas en el shopping. La moral victoriana impuesta desde el vértice del aparato fiscal manda a que nadie pueda entrar en la distancia corta con los investigados o con su entorno, ni siquiera para infiltrarse en su círculo de confianza, para sacarle información o para lo que sea. Los fiscales de Salta no pueden jugar ni al truco sin ser sospechados de «entenderse» con aquellos con los que intercambia señas.
Solo algunos fiscales privilegiados reciben órdenes del jefe de entrar en negociaciones con el abogado de un presunto ladrón de bienes públicos para procurarles un mullido juicio abreviado y una aún más cómoda condena, siempre y cuando los apellidos nos digan de una forma inequívoca que no estamos ante la aplicación del Derecho Penal al mundo wichi.
A los fiscales no se los puede degradar, rebajarles el sueldo o negarles el trabajo, pero sí se los puede enviar de la división homicidios a contar gallinas en alguna subdelegación fiscal de la periferia, o ignorarlos cada vez que se conforma una «unidad fiscal». Si en vez de fiscales fueran policías de Nueva York, un jefe amargo les habría retirado ya la placa y la pistola y los mandaría a dirigir el tráfico en el puente de Brooklyn o a sellar carnets de conducir en el DMV (Department of Motor Vehicles).
Pero en Salta sucede algo más llamativo aún: a los fiscales «malos» se los puede denigrar públicamente en los diarios, tacharlos de mentirosos, vagos o delincuentes, sin que nadie pero nadie se dé cuenta de quién es el autor de la pieza difamatoria. Cuando el asunto llegue a un extremo, alguien se presentará al Jury de Enjuiciamiento para decir que «según informaciones periodísticas», tal o cual fiscal es una auténtica basura y que por ello debe ser destituido. Así funcionan las cosas en Salta.
Todo ello, mientras en los mismos medios de comunicación, intoxicados desde la coronilla hacia los dedos de los pies por cierta influencia venenosa, convierten en héroes y heroínas a los fiscales «buenos», a los que incluso se les da la libertad de arremeter a placer contra los jueces y las juezas que «no ven con agrado» sus desaguisados procesales.
Sería muy interesante que alguien registrara en la Legislatura un proyecto de ley para modificar el Código Procesal Penal de Salta y crear un nuevo derecho para los detenidos que deben declarar en su audiencia de imputación. Este derecho consistirá en preguntarle al fiscal imputador, para que conste en acta, a cuál de las dos categorías fiscales pertenece.
Si esta modificación legal se produjera, muchos imputados y muchos profesionales podrían tener pistas consistentes de lo que les espera cuando les toque atravesar ese gran tubo triturador de buenas reputaciones y fabricante de malas en que se ha convertido el Ministerio Público Fiscal de Salta.