
El señor Abel Cornejo Castellanos ha puesto la primera y, como ya hizo antes (sin éxito) con el fiscal Cazón y el juez Mariscal Astigueta (también con jurisdicción en Tartagal) ha pedido para la señora Rosa Fabiola Díaz (la Defensora Oficial cuestionada) la formación del jurado de enjuiciamiento previsto en el tercer párrafo del artículo 160 de la Constitución de Salta.
Lo llamativo es que el Procurador General no es el superior jerárquico de la señora Díaz, pues es bastante sabido que el vértice del Ministerio Público de la Defensa está ocupado por el Defensor General, cargo que actualmente ocupa el abogado Pedro García Castiella.
No se sabe muy bien si, antes de actuar, Cornejo ha pedido la opinión de García Castiella o si la decisión de poner en marcha el proceso de destitución ha sido acordada por los miembros del Colegio de Gobierno del Ministerio Público. Lo cierto y verdad es que, según lo establece el mismo artículo 160 de la Constitución, la acción para destituir a un magistrado del Poder Judicial o del Ministerio Público que no disfrute del privilegio del juicio político, además de ser popular (cualquier ciudadano puede acusar), también puede ser ejercida por el Ministerio Público.
Pero no por el Procurador General en solitario, por más que las más recientes resoluciones del jurado de enjuiciamiento hayan querido crear una especie de monopolio de la acusación destitutiva en cabeza del jefe de los fiscales.
Sobre los extremos de la acusación, que han sido reproducidos parcialmente por un diario de Salta, poco se puede decir, ya que el revuelo que se ha montado en Tartagal y la protección política de que disfrutan las hermanas Díaz (las involucradas en el suceso) impiden conocer exactamente qué es lo que ha ocurrido.
Lo que sí se puede decir es que las atribuciones establecidas en el artículo 166 de la Constitución provincial no son, ni de lejos, «requisitos ineludibles para la conservación del cargo», como lo afirma el señor Cornejo en su escrito de acusación. De todas las atribuciones y facultades enumeradas en el artículo 166, algunas no pueden ser ejercidas por los Defensores Oficiales a título individual, como el nombramiento de empleados, la formulación del presupuesto o la iniciativa legislativa.
La destitución de una Defensora Oficial, en casos como este, requiere de la previa acreditación de la comisión de un delito común, conforme lo establece el artículo 160 primer párrafo de la Constitución, al que reenvían el tercer párrafo del mismo artículo y el segundo párrafo del artículo 165.
Solo en caso de que se acreditara ante la autoridad correspondiente que la señora Rosa Fabiola Díaz no ha cometido delito alguno, correspondería estudiar si ha incurrido en otras causas de destitución (mala conducta, retardo de justicia, mal desempeño o falta de cumplimiento de los deberes a su cargo). Pero no antes.
La razón es muy sencilla: antes de que estallara el escándalo del desvío de las ayudas para los pobres de la región, no se sospechaba siquiera que la Defensora Oficial estuviera haciendo dejación de sus deberes. Por eso es que cuando el asunto del desvío sale a la luz, lo primero que aparece en la superficie es un posible delito penal. Es este delito el que se debe investigar primero.
El empleo de adjetivos contundentes y de frases cargadas de contenido valorativo -recursos literarios clásicos del Procurador General- no mejora la calidad del escrito acusatorio, ni transmite a la ciudadanía esa sensación de estar a dos pasos del apocalipsis que por lo general intenta nuestro verborrágico jefe de los fiscales.
Referirse, por ejemplo, a «maniobras de extrema gravedad» o escribir que la eventual destitución «resulta insoslayable» son claros excesos verbales insertos en una pieza que, por la alta fuente de la que emana, debió ser sobria y objetiva.
Pero además de los excesos verbales hay que mencionar los defectos argumentativos, pues si el comportamiento de la defensora Díaz es tan diabólico como se da a entender en el escrito, no hay una simple «contradicción con el marco normativo que rige la actuación de los defensores», como dice Cornejo, sino una rampante y antijurídica violación de deberes.
Silencio del Defensor General
Aún son desconocidas las razones por las cuales quien se ha liado la manta a la cabeza ha sido el Procurador General y no el Defensor General. Porque si el primero puede invocar, sin ostentarla realmente, la representación acusatoria de todo el Ministerio Público, lo mismo puede hacer el segundo.¿Qué ocurriría si el que se roba la leche en polvo para los niños wichis fuese un fiscal? ¿Qué tal que, sin preguntarle a su jefe, el Defensor General decidiera acusar al fiscal infiel ante el jurado de enjuiciamiento?
Si es cierto aquel dicho de «cada uno en su casa y Dios en la de todos», ya sabemos en este caso quién, por estar en todas partes, juega en esta obra el papel de Dios.