
Según informaciones periodísticas, en el asunto ha prevenido el Fiscal de Cerrillos a cuyo cargo se encuentra de forma interina la Fiscalía de Rosario de Lerma que es la que ostenta la competencia territorial en el asunto, calificado por la propia autoridad como maltrato y actos de crueldad contra animales y amenazas en concurso real.
Pero lo que sin dudas está para un concurso -en este caso literario- es la pulida prosa del fiscal Gabriel Portal, que debería enviar su decreto de imputación al jurado del Premio Alfaguara.
El decreto es tan complicado de entender que parece pensado para un genocidio (el exterminio de un grupo humano) más que para un envenenamiento de perros y frecuentemente confunde a los humanos con los canes.
Por ejemplo en el párrafo que dice que «la mañana del martes 29 de octubre pasado el acusado le habría manifestado [a un testigo de apellido Flores] ‘atá a tu perrito ya que esta noche voy a tirar carne con veneno’. De esta manera anticipó sus intenciones de provocar un daño grave e inminente, susceptible de causar alarma o amedrentamiento y coartar la libertad psíquica de la víctima».
Lo primero que llama la atención de este extravagante párrafo dedicado a la Cruella de Vil de San Luis es que da a entender que los perros atados no consumen carne o que los envenenadores solo se ensañan con perros sueltos. Dejando a un lado el hecho de que es perfectamente posible darle de comer carne envenenada a un perro atado, la advertencia del envenenador -inverosímil, por otra parte- más que una amenaza dirigida al dueño del perro, parece poner en evidencia su intención de salvarlo del exterminio. Es decir, si el perrito está bien atado, no comerá la carne aderezada con Carbofurán.
El segundo elemento sorprendente es el amedrentamiento de la víctima, que en este caso no se sabe si es el perro o si es su propietario. Del relato fiscal no hay nada que haga sospechar que el señor Flores haya sufrido limitaciones en su «libertad psíquica», que vaya a saber uno en qué consiste.
Según el decreto fiscal, las amenazas han de tenerse por consumadas ya que se ha conseguido acreditar «sobradamente por los distintos daños provocados por el encausado que se materializó el mal anunciado, lo que mostró de manera contundente y clara que los dichos vertidos tenían entidad e inminencia». Lo que no sabemos es si el perrito de Flores, por haber sido prudentemente atado aquella fatídica noche, se salvó del envenenamiento o si, por el contrario, el inquieto animal al final comió la carne prohibida.
En otro párrafo del decreto, el señor Portal lanza un párrafo que seguramente provocará algarabía y entusiasmo entre los juristas partidarios del lenguaje claro: «nos encontramos ante un hecho pluriofensivo, ya que las acciones desplegadas por el causante damnificaron a un gran cúmulo de personas, amén de la continuidad de otras medidas solicitadas, a los fines de determinar si existen otros delitos y más personas afectadas».
Por definición, no hay «cúmulos de personas», ni grandes ni pequeños. Según nuestro Diccionario, hay «cúmulo» cuando estamos en presencia de junta, unión o suma de muchas cosas no materiales, como negocios, trabajos, razones, etc. Pero no de personas. Las personas, por más que se junten, jamás forman «cúmulos».
Ahora bien, que si para justificar la prisión provisional irrevocable es un buen argumento que se trate de «un hecho pluriofensivo», parece claro que aniquilar veinte perros de una sola tacada alcanza y sobra, no solo para una prisión preventiva fulminante, sino para un fusilamiento en la plaza pública, a cara descubierta y sin proceso previo.
También dice el Fiscal que el imputado debe ser ingresado en prisión porque «se comportó reacio al procedimiento». En realidad, «reacio» es un adjetivo que, como tal, está llamado a calificar a un sustantivo y no a modalizar a un verbo. Por lo tanto, si es que el imputado se comportó de forma contraria al proceso penal o si ofreció resistencia a su progreso, lo que correspondía escribir es que «su comportamiento fue reacio al procedimiento».
Y para no extendernos más, nos vamos a detener un momento en el siguiente párrafo del decreto: «el material no solo realizó estragos en los animales domésticos, sino que también afectó a la fauna silvestre. Pidió la declaración de la emergencia ambiental y la intimación al propietario para la erradicación del material».
El exterminio de animales, sean silvestres o domésticos, no entra dentro de la definición ni jurídica ni lingüística de «estrago». Pero si llegaran a entrar, es bastante extraño que alguien los «realice». A los estragos más bien se los «causa» o se los «provoca».
Por otro lado, quien tira un trozo de carne envenenado a un descampado, con la intención de liquidar a uno o varios perros, no puede saber si antes de que el perro encuentre el pedazo envenenado lo hará un carancho. Es lógico -por no decir inevitable- que un acto criminal e irresponsable como el sembrar un terreno de carne envenenada afecte tanto a la fauna silvestre como a los animales domésticos. La ciencia no ha conseguido todavía inventar venenos que funcionen para unos y sean inocuos para otros.
Para finalizar, habría que preguntarse a quién ha pedido el Fiscal la declaración de «emergencia ambiental». ¿Al comisario de Cerrillos?, ¿al INTA?, ¿al jefe del aeropuerto? Curioso asunto este, puesto que en muchos lugares poblados de Salta el agua que beben las personas y con la que se riegan los cultivos contiene sustancias nocivas para la salud y sin embargo, frente a tan terrible evidencia, ningún fiscal reacciona pidiendo «emergencias ambientales», entre otros motivos porque de tener que encausar a alguien ya no será a un malvado envenenador solitario sino a los funcionarios del gobierno de los que depende la pureza del agua que consumimos.