
La reacción ha sido, por supuesto, saludable y, en general, ha estado bien fundamentada.
Pero mucho peor que cercenar la libertad de expresión y la de prensa es permitir que los organismos administrativos, sean provinciales o federales, decidan con gran soltura de cuerpo que es cuestión suya cumplir o dejar de cumplir los mandatos emitidos por un juez en ejercicio de sus funciones.
Evidententemente, por muy arbitraria o injusta que sea la resolución de la jueza Rodríguez, se trata de una resolución inmediatamente ejecutiva, que los sujetos a quienes se dirige deben cumplir de forma inexcusable mientras no sea revocada o dejada sin efecto por otro tribunal.
Si la interposición de un recurso contra la decisión arbitraria o injusta aparece a primera vista como una vía lenta que puede incluso hacer que el cumplimiento de la orden judicial provoque perjuicios irreversibles, siempre hay procedimientos de urgencia idóneos para evitar que tales daños se produzcan o sean irreversibles.
Se pueden poner miles de ejemplos de casos en los que el incumplimiento de las decisiones judiciales es inadmisible, pero nos quedaremos con el siguiente: ¿Qué ocurriría si una empresa recibe un mandamiento judicial para retener y depositar en una cuenta judicial una cantidad determinada detraída del sueldo de un empleado compelido por la justicia a pagar la cuota alimentaria a sus hijos menores de edad, y se niega a cumplirlo?
Evidentemente la empresa no puede negarse a cumplir con este mandato argumentando que el juez que lo ha emitido ha obrado fuera de su competencia o sosteniendo que el empleado en cuestión es, a su juicio, «un padre de familia ejemplar». Lo que tendría que hacer la empresa en tal caso es personarse en el proceso e interponer la declinatoria; no dejar de cumplir lo que se le ha ordenado, porque ello significaría nada menos que hacer justicia por mano propia.
Si bien la jueza María Edith Rodríguez tiene poca y muy mala defensa, lo que se debe defender es la autoridad de los jueces y la presunción de que sus actos y decisiones son respetuosas del principio de legalidad. En virtud de este principio, todos los poderes públicos -incluido, lógicamente, el Poder Judicial- se encuentran sujetos a la Ley elaborada por la representación popular en el Congreso Nacional y en las Legislaturas provinciales.
Si un juez arbitrario elude la legalidad o la acomoda a su gusto, lo primero que deben hacer los ciudadanos afectados es interponer un recurso contra sus decisiones para que un tribunal superior revise lo decidido, y lo último es promover contra ese juez una denuncia penal por prevaricación (que deberá prosperar siempre que se acredite en juicio que el juez ha adoptado una resolución a sabiendas de que era injusta) o solicitar su destitución al Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados.
El recurso podrá suspender o no el cumplimiento de la orden injusta, pero en caso de que no lo suspenda, no queda otro camino que cumplirla, sin perjuicio de adoptar posteriormente todas las acciones pertinentes para exigir la responsabilidad de quien ha impartido tal orden.
Es por estas razones, así desordenadamente expuestas, que el Ente Nacional de Comunicaciones (ENACOM) así como cualquier otro sujeto, de naturaleza pública o privada, individual o colectiva, alcanzado por un mandato judicial no puede jamás escudarse en la ilegalidad o injusticia de tal mandato para eludir su efectivo cumplimiento, sino utilizar las vías legales para conseguir que una autoridad judicial declare la ineficacia del mandato judicial injusto.
Sostener lo contrario supondría legitimar la desobediencia a los jueces, según les parezca a los afectados por sus decisiones que las mismas no están ajustadas a Derecho.