Los jueces de la Corte de Justicia de Salta son y siempre han sido inamovibles

  • Los párrafos siguientes han sido extraídos del capítulo 6 del libro Elementos para una reforma política en la Provincia de Salta, escrito y publicado en octubre de 2018 por Luis Caro Figueroa.
  • Para no dejarse intoxicar

6.5 Independencia judicial e inamovilidad

El tema de la independencia judicial ha cobrado un inusitado interés en Salta a comienzos del año 2018, a raíz de que este principio organizativo del Estado democrático fue utilizado como bandera por la minoría de jueces partidaria de que la Corte de Justicia acumule todavía más poder del que acumula y también como reclamo por parte de aquellos que se han opuesto abiertamente al intento de expulsar del ordenamiento jurídico la cláusula constitucional que fija en seis años el tiempo en el que debe ejercer su cargo un juez de la Corte de Justicia.

A comienzos de abril de aquel año, tuve la ocasión de referirme en un artículo periodístico al intento de confundir la inamovilidad judicial con el ejercicio vitalicio del cargo del juez, maniobra que no ha podido llevarse a cabo sino con una enorme e interesada deformación del principio democrático de la independencia judicial que aquí hemos analizado superficialmente.

En nuestro sistema constitucional y legal, los jueces y magistrados son siempre inamovibles desde el mismo momento de la toma de posesión de sus cargos. Así sucede, sea que se trate de jueces sin fecha cierta de expiración de sus mandatos, como con los jueces de la Corte de Justicia cuyo desempeño finaliza a los seis años exactos del día de su designación, sin perjuicio de su expectativa de renovación. Cuando los jueces llamados «inferiores» finalizan el ejercicio de su cargo ante tempus, porque han sido destituidos por los mecanismos previstos, no es porque el juez o magistrado en cuestión haya perdido su inamovilidad. Lo que ha perdido es su cargo. Exactamente lo mismo sucede con los jueces cuyo cese se produce Dies certus an certus quando, pues en el momento en que se produce el vencimiento del plazo fatal pierden su cargo, en el que han sido inamovibles durante todo el tiempo de su ejercicio.

Ha sido la virulenta reacción de los opositores a la reforma que planeaban ejecutar los jueces de espaldas a la ciudadanía la que obligó a los partidarios del life tenure a rectificar sobre la marcha e intentar quitarle hierro a su pretensión de extender hasta el final de la vida el mandato de los jueces de la Corte, diciendo, a partir de aquella fecha, que lo que se pretendía en realidad es que los jueces de este tribunal desempeñaran sus cargos hasta la edad de jubilación.

El matiz no les impidió seguir insistiendo de todas formas posibles en la conexión entre la extensión del mandato y la garantía de independencia, de la que como hemos visto son titulares los justiciables, no los jueces. Nuestros magistrados explotaban así el imperdonable error del constituyente salteño de 1986, que incluyó en su artículo 152 la frase «pudiendo ser nombrados nuevamente, en cuyo caso son inamovibles», lo que dio pie a una imposible pero enormemente dañina confusión entre inamovilidad y ejercicio vitalicio.

Por esta razón es que me ha parecido oportuno volver a revisar el tema de la inamovilidad y rescatar algunos de aquellos párrafos de abril de 2018, que partían de la base de que la idea de inamovilidad que sustentan tanto unos como otros había sido despojada pacientemente de sus componentes doctrinales más importantes y que casi nadie se detuvo en aquel momento a reflexionar sobre la naturaleza o el alcance de un concepto, que por debajo de su simple apariencia esconde una enorme complejidad técnica y sigue provocando discusiones inacabables, tanto en el derecho como en la doctrina comparadas.

Conviene, por tanto, empezar por decir lo que la inamovilidad no es. Si nos fijamos en los empleados de la Administración del Estado, veremos que una de las notas características de su prestación laboral es la estabilidad en el empleo, que en grandes líneas supone una protección reforzada contra la arbitrariedad, la interdicción de su despido si no es por causas tasadas en la ley y una inamovilidad funcional siempre relativa. Comprobaremos de este modo que la inamovilidad de los jueces forma parte de un estatuto exorbitante de la función pública, que incluye e integra las garantías de estabilidad en el empleo de que disfrutan todos los empleados públicos amparados por el estatuto correspondiente, con la diferencia que a la prohibición de su cese arbitrario se une la inamovilidad funcional absoluta (la prohibición de cambiarlos de destino, si no es con su consentimiento previo) y la intangibilidad del salario. Ninguna de estas dos prerrogativas integra el estatuto básico de la función pública.

En los antípodas del concepto de «inamovilidad» se encuentra el de «amovilidad». El profesor Gérard CORNU ha definido al funcionario amovible como aquel «que puede ser desplazado, cambiado de empleo, en interés del servicio y con independencia de toda sanción disciplinaria, por decisión discrecional de la superioridad jerárquica». En esta primera línea de distinción conviene también advertir las diferencias entre la «inamovilidad» y los conceptos de «revocabilidad» e «irrevocabilidad». La palabra «revocable» encuentra su fuente en el término latino revocabilis que habitualmente se define como aquello que «puede ser retirado o reenviado a su punto de partida». Aplicado a una función, significa que aquel que la ha atribuido puede revertir su decisión y aquel a quien le ha sido encomendada puede ser destituido o privado de ella. El antónimo de este último término permite clarificar la distinción entre la revocabilidad y la amovilidad. La irrevocabilidad es el carácter de aquel que no es susceptible de revocación unilateral, de tal suerte que el cese de una función determinada está subordinado a un acto de voluntad de su titular. De este modo, existe una doble diferencia teórica entre el tándem que forman la amovilidad y la inamovilidad por un lado y la pareja constituida por la revocabilidad y la irrevocabilidad por el otro.

De una parte, el objeto del primer grupo de conceptos es más amplio y comprensivo que el del segundo, en la medida en que cubre tanto el desplazamiento como la destitución. De la otra, en tanto que la distinción entre amovilidad e inamovilidad está vinculada a modalidades de ejercicio de una competencia, la oposición entre revocabilidad e irrevocabilidad reposa sobre la existencia misma de esta última. Es decir, que mientras la cuestión de la admisión o el rechazo de la arbitrariedad predomina en la primera hipótesis, en la segunda lo que se encuentra en juego es el principio de la revocación.

Aunque no es propiamente el caso que se plantea en Salta, desde una perspectiva puramente teórica corresponde distinguir también entre inamovilidad y lo que podríamos llamar «concepción patrimonial de las funciones públicas». En casos como este que, como digo, son extraños en nuestra práctica institucional, el titular de estas funciones puede disponer de ellas como si fuera un bien que integra su patrimonio, desempeñar las funciones a lo largo de toda su vida e incluso transmitirlas por causa de muerte o cederlas por actos entre vivos. Es el caso de los notarios o de abogados de los consejos de Estado en otros países. En lo que respecta al ejercicio de las funciones, existen otras instituciones destinadas a proteger tanto dicho ejercicio como a la persona de su titular. Hablamos de las inmunidades, de la inviolabilidad personal y de la irresponsabilidad.

Una de las particularidades comunes de estas garantías es la de beneficiar, en todo o en parte, a ciertos oficiales públicos (el Presidente de la Nación, el Gobernador de la Provincia o los integrantes de las asambleas populares encargadas de hacer las leyes). Sin embargo, algunas de ellas, como es sabido, no son ajenas al mundo judicial, de modo que la protección funcional y personal que procuran se suma al resto de la garantías que rodea la función jurisdiccional (la inamovilidad o la intangibilidad del salario) por lo que su interpretación y aplicación ha de ser necesariamente restrictiva.

Después de haber intentado distinguirla de otro tipo de conceptos más o menos parecidos, corresponde ahora intentar aproximarse a la inamovilidad de una manera positiva, valiéndose para ello de las principales aportaciones doctrinales de los siglos XX y XXI. La dificultad más notable que se nos opone al acometer esta tarea es la falta de una definición uniforme de esta garantía, que se caracteriza por su gran disparidad entre autores y épocas diferentes. Lo cual, por supuesto, no es óbice para intentar desentrañar el consenso básico que subyace a casi todas las propuestas científicas en la materia. Como resultado de este ejercicio se puede concluir en que la doctrina, a través de los años, ha perfilado la institución de la inamovilidad de los jueces como una garantía contra las medidas arbitrarias, lo que de algún modo viene a desmentir que la inamovilidad esté directamente relacionada con las garantías del debido proceso, pues antes que proteger al justiciable lo que se intenta es proteger la independencia de la función judicial y, en última instancia, la persona de un trabajador público sujeto a un régimen estatutario especial.

En la doctrina francesa, la inamovilidad, en sentido muy general, es entendida como la cualidad de aquel «que no puede ser apartado de un puesto, destituido de su lugar a voluntad» o «que no puede ser destituido de su puesto de forma arbitraria». En sentido parecido, la doctrina científica especializada evoca la imposibilidad de que un magistrado sea expulsado «por la sola voluntad del gobierno» o «por su voluntad arbitraria». De esta forma, tenemos que entender a la inamovilidad como una garantía contra la arbitrariedad gubernamental, lo que automáticamente nos remite a la Ley como fuente de legitimación de las decisiones y exclusión de cualquier arbitrariedad. Así, en la doctrina francesa el profesor CUCHE ha dicho que el hecho de que los magistrados sean inamovibles significa «que ellos no pueden ser destituidos o desplazados más que en las condiciones previstas por la Ley». Otros, con una mayor pretensión de precisión, agregan: «fuera de los casos y sin observar las formas y condiciones previstas por la Ley».

Pero en este punto hay que advertir que la inamovilidad de los jueces los protege (debería protegerlos) incluso contra los abusos y excesos del legislador ordinario, por lo que conviene que la expresión «Ley» sea sustituida en este caso por la del «estatuto de la función judicial». En Salta, este estatuto no es otro que el que contiene la Constitución de la Provincia, cuyas normas, es lógico suponer, no pueden ser traspasadas ni por el poder gobernante, ni por el poder legislativo y, desde luego, por el propio poder judicial.

Dicho esto, habría que agregar que, a la hora de establecer que el cargo de los jueces de la Corte de Justicia dura seis años, el constituyente salteño de ningún modo se ha propuesto alimentar sospechas sobre la imparcialidad de los elegidos a la hora de ejercer sus cargos. Por tanto, decir que la duración temporal trae aparejado el ejercicio de la función jurisdiccional sin la imparcialidad necesaria es un ataque directo al poder constituyente que no se justifica de ningún modo.

Por debajo de aquel consenso básico al que nos referimos existe otro, de menor extensión e intensidad, en favor de la idea de la inamovilidad como una garantía de investidura en una función pública estable. Partidario de este enfoque es Pierre LAVIGNE que propone definir a la inamovilidad como «la técnica de investidura de un empleo público según la cual la persona beneficiada no puede ser desinvestida, salvo...». La utilidad de esta forma de entender la inamovilidad estriba en la consideración del factor tiempo en el desempeño del cargo o el empleo. Así, los profesores GARSONNET y CÉZAR-BRU han dicho que la inamovilidad que en Francia protege a quienes se conoce como «magistrats du siège» consiste en que ellos «no pueden ser desposeídos de sus funciones, durante el tiempo que ellas deban durar, salvo en los casos y siguiendo las formalidades determinadas por la Ley». Es decir, que la inamovilidad queda configurada como una protección contra la arbitrariedad de otras autoridades (especialmente del gobierno) que tutela tanto la función como la persona, pero dentro de un marco temporal determinado (la vida útil de una persona o el tiempo de duración establecido en el estatuto correspondiente). Esta constatación conduce a la conclusión de que la inamovilidad no es más «inamovible», por así decirlo, cuando dura más que cuando dura menos, o que la garantía contra la arbitrariedad es menos efectiva cuando la designación del magistrado tiene un plazo cierto que cuando no lo tiene.

En estas condiciones, en vez de buscar una definición de inamovilidad que pueda caber en una sola frase, es mucho más provechoso y conveniente subrayar los elementos más importantes del concepto, que, a mi juicio, son los siguientes:

1) Durante el término de la vigencia preestablecida de sus funciones, los magistrados solamente pueden ser desinvestidos en los casos y condiciones que han sido previstos en su estatuto especial.

2) Durante este mismo término, los magistrados son titulares indiscutidos de la función jurisdiccional.

3) Los magistrados no pueden ser sancionados por la misma autoridad que los ha nombrado, y la competencia disciplinaria debe ser transferida, en todo caso, a un órgano jurisdiccional independiente.

4) Los magistrados no pueden ser objeto de nuevas afectaciones o destinos sin su consentimiento, aunque estén previstas de antemano.

De todo lo anterior se deduce, en lo relativo a la naturaleza de esta institución, que la inamovilidad, lejos de ser un «principio», como algunos pretenden, es «una simple alternativa», «una idea» o «un conjunto de reglas de garantías», cuya modificación o ajuste es siempre posible en función de la evolución de las necesidades políticas y del imperativo democrático de independencia judicial.

De ser necesarias, aquellas modificaciones se deben llevar a cabo siempre en el nivel estatutario. En el caso de Salta, solo el poder constituyente puede hacerlo, pues el «estatuto del juez» está contenido íntegramente en la Constitución. Si el estatuto de los magistrados del Poder Judicial pudiera ser definido por ellos mismos, con o sin controles democráticos, a su gusto y paladar, a través de sentencias, autos o acordadas, no solo se rompería el equilibrio de poderes establecido por la Constitución, sino probablemente también la república.

No quisiera concluir este muy breve y superficial repaso teórico sin razonar sobre lo siguiente: si la «inamovilidad» es realmente, como lo entiende la doctrina más importante y funciona de la manera que acabamos de ver, una garantía contra la arbitrariedad de los otros poderes del Estado, el cese de un juez por razón de la expiración del tiempo de duración de su mandato es una causa objetiva, establecida de antemano, que de ningún modo supone el ejercicio de arbitrariedad alguna. Es decir, el solo transcurso del tiempo previsto jamás puede afectar o disminuir la inamovilidad de los magistrados. Además, si ningún otro poder o autoridad puede manipular el estatuto judicial para que la magistratura disfrute de una mayor o una menor protección, ¿qué razones habría para que sea el propio Poder Judicial el autorizado a alterar un estatuto que ha sido colocado, por obvias razones de seguridad jurídica y estabilidad políticas, en el máximo nivel normativo?