
Es un secreto a voces que la Corte de Justicia de Salta acumula un poder institucional exorbitante, que amenaza gravemente con hacer saltar por los aires los delicados equilibrios republicanos que nuestra Constitución intenta mantener, controlar y garantizar.
A ello se debe sumar el hecho de que este ya de por sí intenso poder institucional se ha venido concentrando -como no sucedió nunca antes en nuestra historia- en una sola persona, a través de un proceso que no es más que un reflejo de lo que sucede desde hace muchos años en el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, cuyas autoridades, enamoradas de sí mismas, se las han ingeniado para durar muchísimo más de lo que el equilibrio y el recato republicano aconsejan.
Cuando en una autopista de varios carriles, teóricamente iguales, los automovilistas que circulan por dos de ellos lo hacen con fluidez y velocidad, mientras que quienes se desplazan por el tercero encuentran dificultades para circular y lo hacen con lentitud, se produce, inevitablemente, un «cambio de carril».
Es esto lo que ha sucedido en Salta, ni más ni menos. El Poder Judicial ha descarrilado.
El Poder Judicial de Salta, cuya autoridad proviene de su especial rapport con los demás poderes del Estado, en lugar de ocuparse de controlar la regularidad de los actos del poder administrador o de honrar la voluntad soberana del pueblo expresada en las leyes, ha decidido, por virtud del «efecto autopista», exceder a sus poderes vecinos; es decir, superarlos en influencia y en protagonismo social.
Sin reparar en los enormes costes políticos de la operación -entre ellos, la creciente impopularidad-, un grupo no demasiado numeroso ni especialmente ilustrado de jueces ambiciosos se ha lanzado nada menos que al «control de la Provincia». Y esto es mucho más de lo que se puede decir de los dos últimos gobernadores de Salta, cuya ambición es sobradamente conocida.
Como estos jueces no son tontos, ni nada que se le parezca, para alcanzar su antidemocrático objetivo se han cargado de razones.
Se han convencido a sí mismos e intentan convencer al resto de la parroquia de que su poder magnificado es «lo que toca ahora» y, afirmados en esta convicción (que proviene de una lectura muy fina del escenario político salteño) se han parapetado detrás de un muro construido en base a un valor democrático muy querido por todos, como es el de la «independencia judicial». Es, al cambio, como si pretendieran cobijarse bajo los rayos plateados de la imagen del Señor del Milagro.
Tal parece que ellos, los poderosos, no son ahora ni han sido ayer «independientes». Que sus cargos y sus decisiones han sido dictadas en el pasado por imposición de otros. O quizá han sido más o menos independientes y lo que quieren ahora no es una independencia cabal sino más bien una impunidad y una longevidad que les asegure un largo y pacífico dominio sobre el resto de los salteños.
En cualquier caso, lo que ha llamado la atención en los últimos días a quienes entienden un poco de independencia judicial es que estos jueces militantes de Salta han salido a propalar -por medios subvencionados directamente por el gobierno y con dinero público, por supuesto- que ellos son la «vanguardia» y el «futuro» de la profesión judicial, mientras que aquellos que quieren que sus poderes se ejerzan en los límites de la razón democrática son, en cambio, unos dinosaurios conservadores.
Mucho he escrito durante estos años sobre la independencia judicial y la inamovilidad de los jueces, y no me gustaría repetirme. Por eso es que se me ha ocurrido evocar aquí y ahora la figura de ese gran jurista de la Europa continental que fue Hans Kelsen.
Kelsen inventó el concepto de legislador negativo para referirse al órgano que, si bien no tiene poder para elaborar y promulgar leyes, sí tiene capacidad para derogarlas.
Desde luego, entre el artículo 92 de la Constitución de Salta y el 7 de la ley provincial 8036, la cuestión es sumamente clara: el legislador negativo de Salta es la Corte de Justicia, que puede, sin necesidad de que exista una controversia concreta entre partes sustantivas, eliminar de un plumazo de nuestro ordenamiento una norma sancionada regularmente por la representación soberana del pueblo.
Está bastante claro en el derecho comparado que si existe un órgano con semejante potestad, quienes la ejercen no pueden durar toda su vida en los cargos. Esto no es conservadurismo; forma parte del abc del constitucionalismo democrático.
En Salta, sin embargo, quienes ejercen esta facultad pretenden durar toda su vida y hacerlo sin controles democráticos de ninguna naturaleza, simplemente porque a ellos les molesta tener que arrastrarse cada seis años para rogar el favor político del Gobernador de la Provincia.
Pero no es esto lo más importante de todo.
A mi juicio, tanto o más importante que esto es que la Corte de Justicia de Salta, no solo ejerce como legislador negativo (lo que más o menos se podría tolerar), sino que también, con bastante asiduidad y sin complejos, ejerce como legislador positivo.
Me refiero en primer lugar a las facultades de iniciativa legislativa que tiene reconocida por el artículo 153 de la Constitución de Salta, que permite a un colegio de siete señores encorbatados decidir, virtualmente de forma exclusiva, el contenido de las leyes de organización del Poder Judicial, las normas procesales y cualquier otra norma relacionada con el funcionamiento de este poder del Estado. Una facultad que se extiende al ejercicio solapado de un derecho de veto cuando tales materias pretenden ser reguladas por otros que no sean ellos.
Y me refiero en segundo lugar a la facultad que tiene la Corte de Justicia de Salta de dictar acordadas, que en muchísimos casos invaden y desconocen las facultades del Poder Legislativo, como sucede cuando la Corte de Justicia regula, a través de normas obligatorias, generales y abstractas, materias como el régimen laboral de los empleados del Poder Judicial, el orden de los embargos, los plazos procesales, el contenido mínimo de las resoluciones judiciales, la estructura y funcionamiento de los registros públicos, la forma de liquidar condenas y otras materias en las que rige o debería regir una dura reserva de ley.
O sea, que los «vanguardistas», los que etiquetan de «dinosaurios» a sus adversarios, lo que quieren es ser legisladores negativos y legisladores positivos al mismo tiempo, y además administradores supremos del proceso electoral (con lo cual mantienen sujeto por la barbilla al mismo gobierno) sin que ninguna de estas funciones pueda ser sometida a controles democráticos de ninguna naturaleza por parte de los representantes del pueblo; ni siquiera a través de la renovación periódica de las personas que ejercen estas increíbles funciones.
Sinceramente, si Kelsen reviviera y contemplara este espectáculo, se volvería a morir, pero esta vez con ganas.
No me simpatizan los dinosaurios, pero si de lo que se trata es de cortar con el poder de la Corte del poder, no se puede estar más de acuerdo. Un día llegará en que un asteroide hará desaparecer a los dinosaurios de la faz de la tierra, pero mucho me temo que estos jueces aventureros, más que asteroides -desde el punto de vista intelectual y político- son una piedrita en el zapato que hará que aquellos gigantes de la antigüedad vivan por muchos años más.