
La prueba más elocuente de que la independencia judicial no tiene nada que ver con el tiempo que los jueces duren en sus cargos, es que las dos acciones populares de inconstitucionalidad que se dirigen contra el artículo 156 de la Constitución de Salta, van a ser decididas y sentenciadas por siete jueces llamados a integrar la Corte de Justicia de forma «ocasional», a raíz de la abstención de sus miembros titulares.
Se podrá decir que los llamados a integrar el tribunal son ya jueces «inamovibles», pero al menos tres de ellos -jubilados repescados para el ejercicio de la jurisdicción- no lo son.
Es decir que si un asunto tan importante, que exige la máxima ecuanimidad e independencia, puede ser decidido por jueces «aves de paso» que integran la Corte de Justicia un poco de casualidad, una Corte que -llegado el caso- podría haber estado conformada por personas que nunca han ejercido la jurisdicción ni pertenecen a la judicatura, ¿qué problema podría haber en que los jueces titulares duren seis años en sus funciones?
Más todavía: si siete jueces inferiores, que «ejercen el cargo mientras dura su buena conducta» pueden decidir que sean vitalicios sus superiores, que ahora no lo son, es que da casi igual que la Corte de Justicia esté integrada por juristas de alta nota o por cheerleaders.
Como ya he tenido ocasión de exponer en algún otro escrito, el verdadero problema no es ni la inamovilidad ni la independencia, sino qué hacer con esos jarrones chinos vivientes en que se han convertido los jueces que han agotado su periodo de seis años en la Corte y que ya no pueden volver al llano como cualquier otro mortal.
Las cuatro únicas soluciones aplicables a este problema (el cese definitivo, la renovación del mandato, la jubilación o la muerte) no parecen convencer del todo a los interesados. Menos que menos, el cese por expiración del periodo. ¿Y qué hago yo si no me renuevan? ¿En dónde queda mi prestigio? ¿Tengo que volver a abrir un kiosco para atender embargos de heladeras y bicicletas? ¿Qué pasará con mi «tren de vida»? Algunas de estas preguntas se formulan quienes están a punto de llegar al final de sus mandatos.
La solución de hacer eternos a los jueces («vitalicios» dicen los más audaces, «inamovibles», los más zorros) es interesante, pero tiene el pequeño contratiempo de que está en contra de lo que dice la Constitución.
Convocar a una convención para que la reforme, solo porque algunos señores no saben qué hacer de su vida ni vivir sin el poder que les da el cargo, es como sacar al Señor del Milagro en procesión solo porque alguien ha movido la piedra que usa para trancar la puerta.
Tiene que haber, necesariamente, una solución para este problema que, en el fondo, no es más que de egos hinchados hasta el límite de la explosión.
La solución que propongo es la creación en Salta de un Consejo de Estado, siguiendo los modelos francés y español. Hablo de un órgano consultivo en materia política, administrativa y constitucional, del más alto nivel, que puede ser creado por ley (mejor sería que estuviese contemplado en la Constitución) y en el que tendrían un asiento calentito de por vida, no solo los gobernadores que han finalizado sus mandatos, sino también los jueces de la Corte de Justicia que han concluido los suyos, y otras «personalidades», como los antiguos rectores de las universidades, los expresidentes de las cámaras legislativas, los juristas de alto prestigio, o, incluso personas designadas libremente por el Gobernador «en servicios extraordinarios», como sucede en Francia.
Puede que el Consejo de Estado, así concebido, no sea de una gran utilidad institucional, pero una vez que nos hayamos decidido a crearlo para evitar presiones innecesarias sobre el Poder Judicial e impedir que el apetito de poder de algunos termine desfigurando a la jurisdicción como elemento de equilibrio del sistema democrático, deberíamos ser capaces de pensar en la utilidad de este nuevo Consejo, que, se me ocurre, podría tener facultades consultivas obligatorias, aunque no vinculantes, en un amplio espectro de asuntos políticos. Propongo uno: los derechos de la infancia.
También podría tener algunas facultades cuasijurisdiccionales en materia administrativa, o incluso su opinión puede ser recabada en algunos asuntos contenciosos de los que se tenga que ocupar el Fiscal de Estado. Las combinaciones no son infinitas, pero casi. Solo es cuestión de sentarse a pensar y entregarse a la tarea de llenar de contenido democrático lo que antes hemos llenado de gente.
Al final, frente al objetivo mayor de hacer del Consejo de Estado un lugar en el que poder colocar a aquellos que no encuentran cabida en otro sitio y que se creen con derecho a ocupar el «palco de autoridades» en los actos oficiales -un lugar en donde tengan buen sueldo, pocas preocupaciones y mucha influencia- todo lo demás es secundario. La alternativa a una solución como la que propongo sería condenar a exgobernadores y exmagistrados que en algún momento tuvieron en sus manos nuestras vidas y nuestras haciendas a que contemplen los coloridos desfiles «cívico-gauchos» detrás de una gruesa soga, dándose de codazos con vendedoras de gaznates y apartando con los tobillos a los perros callejeros, para obtener una mejor vista.
Ya sé que algunos me dirán que no existen muchos antecedentes de consejos de Estado en regímenes presidencialistas, pero si Francia -que hace rato que ha dejado a la monarquía en el olvido- ha podido hacerlo, ¿por qué no nosotros? Más que una cuestión de voluntad es una cuestión de imaginación.
De esta forma nos aseguraremos que nadie convertirá a la Corte de Justicia en su cortijo personal y que hasta sus más encendidos defensores renunciarán a esa idea de tan dudosa moralidad sobre que la «continuidad» de los actuales jueces es la que afianza la seguridad jurídica, en la medida en que los mismos jueces (y sólo ellos) «garantizan» la pervivencia de esa «jurisprudencia de avanzada» que dice, por ejemplo, que los niños de las escuelas públicas tienen que ser instruidos en la fe católica porque la tradición así lo manda, cualquiera sea lo que en contrario diga la Constitución Nacional.
Nos hace falta buscar un buen edificio (la Palúdica sería ideal, pero ya sabemos que su futuro está ligado a esa otra gran preocupación colectiva que es el folklore), un buen diseñador de diplomas con filigranas de color turquesa, a uno que fabrique bandas y banderas de ceremonia de puro raso, y a un contador generoso de esos que no faltan en Salta que liquide unos abultados sueldos en la fecha prevista y que incluso se avenga a firmar interesantes «adelantos de tesorería». Todo lo demás, incluida la cuestión competencial, se puede ir arreglando sobre la marcha. Si hay alguien que sabe de esto somos nosotros, los salteños.
Lo importante es que cuando tengamos nuestro Consejo de Estado en pie y en él se organicen espesos «chocolates patrios» y otras vibrantes ceremonias de hondo contenido republicano, ya habremos encontrado la respuesta a uno de nuestros principales interrogantes: ¿Qué hacer con nuestros jarrones chinos?