El 'derecho' a la renovación de los altos mandatos judiciales

  • El autor de este escrito sostiene que el sistema instaurado por la Constitución de Salta para moderar el poder que ejerce la Corte de Justicia tiene algún pequeño 'flaw' que está provocando unas tensiones innecesarias, que se podrían corregir con un par de retoques de menor importancia.
  • Orgullo republicano, mal entendido
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Tan acostumbrados estábamos los salteños a que los jueces del más alto tribunal de justicia de la Provincia -antiguamente llamados «ministros»- lo fuesen «para toda la vida», que desde que la Constitución provincial estableció su duración limitada nos la hemos venido ingeniando para que «duren lo que tienen que durar».


Por miedo a romper con una tradición -solo sostenida por la fuerza de la costumbre, sin sustento científico- el constituyente salteño dispuso en su momento que el mandato temporal de los jueces de la Corte de Justicia sea «renovable» de forma indefinida; es decir, que una sola persona pueda ejercer el mismo cargo «para siempre», a condición de contar con la confianza, periódicamente renovada, de los poderes políticos provinciales (el Gobernador y la Legislatura).

El sistema no es malo en sí mismo, excepto por el hecho de que parece no haber tenido en cuenta algunos detalles importantes, o que al menos son importantes para algunos «opas solemnes» como nosotros.

El primero de ellos, la «expectativa» que tienen los jueces designados a su renovación indefinida. Algunos creen incluso -como Isabel Sarli- que tienen «el derecho divino».

El segundo, el no haber previsto en alguna parte que la «no renovación», por muy democrática y pacífica que sea, acarrea siempre una suerte de estigma para el «no renovado», pues se supone que si la política ha decidido que no continúe es porque lo ha hecho mal y, peor que esto aún, que hay otro que puede hacerlo mejor. «¿Otro mejor que yo? That's impossible, Jack!».

A estos detalles se une un elemento psicológico de importancia no desdeñable, que es característico de estas tierras paridoras de juristas polvorientos pero orgullosos: el altísimo copete de quienes llegan a ocupar este cargo, que hace mucho más doloroso (por no decir intolerable) que llegue el momento de la expiración del mandato sin que los poderes políticos se rindan a sus plantas y les reconozcan sus enormes méritos jurídicos y su sacerdocio «republicano» en forma de reválida permanente.

A esta inveterada vocación por la permanencia, frente a una manda constitucional que claramente establece la temporalidad del mandato, se le llama en otras latitudes con el horrible nombre de «fraude de ley».

Huelga decir que todo esto se podría haber evitado instaurando el mandato único limitado a seis años (a cuatro, a ocho, a quince, qué más da) sin posibilidad de renovación alguna. De haberse optado por una solución como esta, los jueces que deben abandonar el cargo podrían hacerlo en paz consigo mismos y con su entorno, e incluso organizar una fiesta (con imperiales, Fanta y chizitos) para celebrar el final «democrático» y «republicano» de su valioso servicio a la patria.

La solución contraria solo aboca al caos, a los celos, a las suspicacias y al deterioro de la imagen de la justicia.

El que ha logrado sentarse en el sillón y durante años ha visto cómo el mundo bailaba al compás de su música, el resto de los jueces le obedecía con temor reverencial y sus elevados criterios jurisprudenciales alcanzaban el rango de «doctrina obligatoria» para los jueces y tribunales inferiores, lógicamente no quiere dejarlo ni que vengan desinfectando con Fenelina. Quiere seguir, así el mundo se le venga encima.

Dentro de todo, el cese de un juez por expiración del plazo, sea al cabo de su primer periodo o al finalizar una renovación, no es considerado desdoroso cuando quien te cesa es un Gobernador diferente al que te puso en la silla. El problema -el verdadero problema- se produce cuando es el mismo Gobernador que te dio la confianza el que luego parece que te la quita al negarte la tan ansiada «renovación». Es más o menos como que el mismo cura que acaba de absolverte en el confesionario luego te niegue la comunión y sin haber cometido pecado alguno.

El desairado sentirá que lo ha hecho fatal y se preguntará en qué ha fallado para haber dejado de mercer la confianza suprema de quien en su día se la otorgó con la promesa de que se iba a morir con la toga y los puños de encaje puestos.

Siendo este todo el problema, la solución parece sumamente sencilla: 1) Que los Gobernadores duren solamente cuatro años (una tradición constitucional más vieja que el andar a pie) y 2) que los jueces de la Corte sean designados para un solo periodo limitado, sin posibilidad de renovación alguna.

Si estas dos ideas llegasen a prosperar, me tomo el atrevimiento de arrogarme la paternidad de las mismas (sin acción de impugnación de filiación que valga) y, en tal carácter, pido a los futuros jueces con mandato a punto de expirar, que me inviten a sus fiestitas de fin de curso. Que sepan que me encantan los «imperiales», pero no ellos (sus satánicas majestades), sino los de tomate amortiguado y ternera rancia, regados con abundante Fanta, para que resbalen mejor.

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