
A diferencia de los jueces y magistrados de los tribunales inferiores, en la Provincia de Salta, para desempeñar el cargo de juez de la Corte de Justicia no es necesario ni acreditar antecedentes en la judicatura, ni someterse a exámenes, a pruebas psicológicas ni a entrevistas personales de ninguna naturaleza.
En estos casos es suficiente para ungir al elegido la suprema voluntad del Gobernador de la Provincia, que controla el voto cautivo y automático de veinte de los veintitrés senadores que componen la cámara de la Legislatura que debe prestar al candidato el acuerdo constitucional.
Entre la inexistencia total de una carrera judicial reglada y estructurada, como la que existe en otros países del mundo, y la virtual ausencia de requisitos objetivos para el desempeño del cargo, cualquier persona con el título de abogado en sus vitrinas puede convertirse, de la noche a la mañana, en juez de la Corte de Justicia de Salta, sin hacer esfuerzos especiales y sin demostrar de ningún modo su idoneidad.
El «procedimiento participativo» inventado por el gobernador Urtubey -por decreto- es solo un mecanismo, ingenioso pero poco efectivo, para tranquilizar las conciencias e intentar salvaguardar el decoro de algunas personas respetables que han accedido a estos cargos después de una larga trayectoria en el campo del Derecho.
Llegados a este punto, podemos pensar en qué ocurriría si estos magistrados que han accedido a sus altos cargos de la forma en que lo han hecho y que, en su mayoría proceden de la militancia en partidos políticos locales, pretendan, luego de su designación y de su juramento por un tiempo limitado, que alguien como ellos (es decir, investidos de una autoridad idéntica o aun inferior) declare que su ejercicio es para toda la vida.
Si lograran hacer algo como esto, sin importar la forma en que lo consigan, estarían violentando de una forma muy notable los principios de igualdad, mérito y capacidad que rigen, en general, para el acceso a cualquier empleo público remunerado por el Estado, y, de manera muy especial el principio de igualdad consagrado en el artículo 16 de la Constitución Nacional.
Desde luego, hay otros motivos diferentes a estos que justifican la temporalidad del ejercicio del cargo de juez de la Corte de Justicia de Salta y que hacen, por tanto, imposible o cuanto menos inconveniente la duración eterna de estos cargos. Entre estos motivos -a los que ya me he referido extensamente en otras ocasiones- figuran las amplísimas facultades de gobierno de la Corte de Justicia hacia el interior del Poder Judicial, la posibilidad de declarar en última instancia la inconstitucionalidad de las leyes y de otros actos de los demás poderes públicos y sus exclusivos poderes electorales.
Sin embargo, hay un elemento especial que mucha gente pierde de vista o que directamente no quiere ver, que es el de la jerarquía.
Como es sabido, los jueces de la Corte de Justicia de Salta ocupan el vértice de un sistema judicial que no debería ser piramidal pero que lo es, al reconocerse a este tribunal, junto a su potestad jurisdiccional ordinaria (la única que merece la más plena garantía de independencia), los poderes de gobernar el Poder Judicial y ejercer la superintendencia sobre el resto de los órganos judiciales. En casi todos los países del mundo, los órganos que ejercen este tipo de competencias son temporales y no indefinidos, por razones que son tan obvias que ni siquiera merecen ser comentadas.
Recuerdo en este momento la solemne declaración contenida en el tercer párrafo del artículo 107 de la Constitución italiana (I magistrati si distinguono fra loro soltanto per diversità di funzioni) que en este país consagra de modo expreso e inequívoco la total equivalencia de las funciones judiciales y la consecuente eliminación de la jerarquía.
Esta enunciación significa, ante todo, el rechazo del sistema de organización judicial jerárquica, burocrática y piramidal, heredado de la tradición francesa. La eliminación de la jerarquía judicial en Italia comporta, pues, la supresión de un sistema que vinculaba la «carrera» de los magistrados con el ejercicio de funciones superiores a aquellas a las que se accede por concursos internos gestionados por magistrados de grado superior y la introducción de un sistema de progresión de carrera con roles abiertos.
En Italia, así como en otros países en los que no rige la jerarquía judicial ni el desempeño de las funciones está sometido al control o a la simpatía de jueces de grado superior, se han hecho importantes avances en materia de independencia. No hablamos ya de una independencia «externa» (referida casi siempre a la minimización de la injerencia de los demás poderes del Estado) sino de una independencia «interna» que protege el ejercicio individual de la función judicial de la influencia indebida de otros magistrados.
Cualquiera puede advertir en el alboroto que se ha montado estas últimas semanas en Salta, que los jueces que pretenden blindar el ejercicio del poder de los magistrados que integran la Corte, han acudido al socorrido argumento de la «independencia» de la función judicial. Pero bien se han cuidado de clamar solo por la independencia externa, dejando bien claro que pretenden mantener a toda costa la jerarquía; es decir, asegurar una larga vida a la sumisión de las decisiones judiciales a los criterios de un selecto grupo de jueces. Dicho en otras palabras, que lo que se conoce como «independencia interna» francamente les trae sin cuidado.
Y es comprensible que así suceda, puesto que si lo que buscan es más poder, renunciar a la jerarquía y potenciar la independencia interna es totalmente contraproducente.
Como llamativo es que un juez de la Provincia de Santa Fe se haya molestado en viajar hasta Salta para llevarle al Gobernador, cual moderno Calixto Gauna, un manifiesto plurijudicial en favor del blindaje antidemocrático de los jueces de un tribunal de una provincia que es bastante diferente a la suya, cuyo funcionamiento, el ilustre visitante ha demostrado con su inusual gesto que no comprende ni por asomo.
Pero si hay algo común a las constituciones de Salta, de Santa Fe y a la de la República Italiana esto es el concepto de inamovilidad. Ninguna de ellas la entiende como el desempeño de un cargo de por vida, como se intenta vendernos estos días.
Según el artículo 107 de la constitución italiana (el 88 de la de Santa Fe y el 156 de la de Salta) la garantía de inamovilidad previene a los jueces de ser dispensados, suspendidos del servicio o trasladados de sede o funciones, si no es como consecuencia de una decisión del Consejo Superior de la Magistratura (que preside el presidente de la República) adoptada, bien por los motivos y con las garantías de defensa establecidas en el ordenamiento judicial o con su propio consentimiento.
Ni los italianos ni los santafesinos pueden argumentar de ningún modo que los jueces de la Corte de Justicia de Salta no están protegidos por una garantía de inamovilidad, idéntica a la que rige en sus territorios, mientras dure el ejercicio de su cargo, pues, en efecto, lo están.
Ninguna autoridad puede suspenderlos, trasladarlos o privarlos de su empleo si no es por las causas previstas en la propia Constitución. Ni en Salta, ni en Santa Fe, ni en Italia, ni en Francia, ni en España, ni en los Estados Unidos, así como tampoco en la inmensa mayoría de los países civilizados del mundo.
La caducidad de un plazo establecido de antemano y con carácter objetivo en la propia Constitución no supone un ataque a la inamovilidad sino, en todo caso, su plena confirmación. No hay ni puede haber atisbo de arbitrariedad en una disposición constitucional preexistente, pues la arbitrariedad contra la que protege la garantía de inamovilidad no es otra que aquella que toma forma mediante la declaración de voluntad de uno de los poderes constituidos. Y este claramente no es el caso, pues quien ha designado al juez no es quien activa o desactiva el plazo fijado según su capricho sino que es la propia Constitución, y no por capricho sino por una decisión racional.
La predeterminación temporal del ejercicio de un cargo público, cualquiera que este sea, supone una garantía democrática cuya utilidad no puede ser desconocida, y mucho menos invocando el principio republicano. Es un control objetivo e imprescindible que impregna por igual a todos los poderes del Estado. Bastaría con recordar que en la república romana el fenómeno de la prorrogatio imperii no solo era un remedio excepcional sino que su utilización favoreció el deterioro de las instituciones y aceleró la caída de la república. Un cargo como el de juez de la Corte de Justicia está sujeto a un término certus an certus quando que, como sucedía en la república romana, no por otra razón diferente a que la temporalidad es necesaria para asegurar la libertas.
Si hay discusión en Salta por este tema, ello obedece a una sola razón: a la posibilidad de renovación de quienes han agotado un mandato de seis años. Si esta posibilidad no existiera (es decir, si los mandatos judiciales no fuesen «renovables» y el Gobernador y el Senado no tuvieran que volver a abocarse a resolver el dilema político de la «continuidad») nadie podría decir que la política se entromete en la independencia judicial.
Pero este es un problema de tiempos: si el mismo Gobernador, en vez de durar cuatro años, se empeña en durar doce, mientras los magistrados siguen durando seis, no habría mayor problema, pues el vencimiento de los mandatos sería escalonado y ningún Gobernador se vería en el aprieto de decidir si renovar o no a un juez al que él mismo ha designado.
Recapitulando, si se suman estos componentes:
1) Acceso al cargo sin concurso ni demostración de idoneidad;
2) Ausencia de un régimen de carrera judicial estructurado sobre bases objetivas;
3) Organización jerárquica del Poder Judicial, con vértice en un tribunal designado en estas condiciones;
4) Reclutamiento de los jueces de la Corte de Justicia de las filas de los partidos políticos,
obtendremos como resultado un cóctel explosivo cuya única posible vía de moderación es la limitación temporal de los mandatos. La otra solución posible es que desde Santa Fe venga un juez a contarnos que Elvis Presley todavía vive, en alguna cueva oculta de Memphis.